miércoles, 1 de junio de 2016

La zona gris y la figura del sonderkommando


Si en la entrada anterior El hijo de Saúl llegaba a España después de haber triunfado en Cannes, en la actual entrada no cabe sino celebrar su éxito en los Oscars y felicitar a la Academia por haber tenido este acierto. En la entrada anterior discutíamos las condiciones del discurso cinematográfico para acercarse a la realidad de la Shoah, y en esta nos vamos a acercar a la película desde otro prisma, desde otra óptica; más que en el decir, entremos en lo dicho, concretamente en el tema fundamental de la película que es la figura del sonderkommanndo.

El director, Lászlo Nemes, está bien documentado, qué duda cabe. Del testimonio de Miklós Nyiszli, el asistente judío de Mengele, coge la historia de una joven que sale viva de la cámara de gas, también la escena de las muertes en las fosas cuando el campo trabaja a un ritmo frenético en el verano del 44. De Shlomo Venezia coge la idea del rezo del kaddish en el propio crematorio por su tío muerto en la cámara de gas. De Nyiszli, la descripción de la revuelta de los sonderkommandos, y la escena de 12 internos cruzando el Vístula para esconderse en una cabaña del bosque. Hay alusiones a Zalmen Gradowski como el compañero que entierra sus textos en el patio del crematorio. También aparece la cuestión de las 4 fotos que los sonderkommandos lograron sacar de los crematorios… Todo esto está hábilmente trenzado con la historia de Saúl, la historia de un sonderkommando que busca un rabino para rezarle un kaddish al que dice que es su hijo y así darle una despedida de ese mundo de muerte que es el crematorio.

 

1. La figura del sonderkommando.

El tema que nos proponemos abordar es la figura del sonderkommando, una figura controvertida en la literatura concentracionaria. Esta figura remite a los judíos que trabajaban en los crematorios, cuya tarea era tranquilizar a los que llegaban al corazón del infierno, sacar los cuerpos de la cámara de gas, cortarles el pelo, sacarles los dientes de oro, incinerarlos en los hornos del crematorio y tirar las cenizas al Vístula. Pasado un tiempo los liquidaban para dar entrada a otro grupo de sonderkommandos.

Dentro del propio Lager el nombre de “los cuervos del crematorio” producía pavor. Cuenta Miklos Nyiszli que cuando encontró en el campo a su mujer y le dijo que trabajaba en el sonderkommando, su mujer y su hija le miraron “con espanto”. Su familia sabía que los sonderkommandos eran liquidados regularmente y también sabían que los sonderkommandos eran inseparables del crematorio, se los asociaba al olor que salía de la chimenea. Todo lo relacionado con los sonderkommandos producía terror.

            La imagen que tenían los comandos especiales entre los internos era la de seres endurecidos, sin piedad, insensibles, salvajes, seres preocupados por seguir con vida a toda costa, pegados al olor de las chimeneas. Rudolf Vrba escribía: “Por el terrible olor que desprendían, se tenía poco contacto con ellos. Estaban siempre sucios, muy descuidados, eran como salvajes, indescriptibles y sin piedad”.

En 1945, Primo Levi escribe junto a Leornardo Debenedetti el Informe sobre la organización higiénico-sanitaria del campo de concentración para judíos de Monowitz (Auschwitz-Alta Silesia). En este informe recogen los autores algunas de las ideas que había en el interior del campo sobre los sonderkommandos: “Los miembros de este Comando vivían aparte, cuidadosamente separados, sin contacto alguno con los otros prisioneros ni con el mundo exterior. Sus ropas despedían un olor nauseabundo, estaban siempre mugrientos y tenían un aspecto resueltamente salvaje, que los hacían parecerse a verdaderas bestias feroces. Eran escogidos entre los peores criminales condenados por delitos de sangre”. De lo dicho, podíamos extraer dos ideas que retratan la imagen que los internos tenían de los sonderkommandos: su embrutecimiento y su complicidad.

Miklós Nyiszli, el médico judío asistente de Mengele, escribía en su testimonio que eran conscientes “de la tragedia inmensa en la que estábamos abandonados”, esa tragedia podía conducir a “la locura” por “la sensación de impotencia que nos hace enloquecer. Estoy cerca de un ataque nervioso”. El médico de los crematorios describe la situación de los miembros del sonderkommando en términos de “psicológicamente destrozados”, “en un estado de depresión” y de “crisis nerviosa”.
 

En Shoah, la película de Lanzmann, en una de las apariciones de Filip Müller dice: “El comando especial vivía en una situación extrema. Cada día, ante nuestros ojos, miles y miles de inocentes desaparecían por la chimenea. Podíamos darnos cuenta, con nuestros propios ojos, del significado profundo del ser humano; ellos llegaban allí, hombres, mujeres, niños; todos inocentes… Desaparecían de golpe… Nos sentíamos abandonados del mundo, de la humanidad”.

En esta situación tan trágica en la que vivían los trabajadores del crematorio, escribía Shlomo Venezia, otro sonderkommando, “nos convertimos en autómatas, obedeciendo órdenes e intentando no pensar, para sobrevivir algunas horas más. Birkenau era un verdadero infierno, nadie puede comprender ni entrar en la lógica de aquel campo”. Este sonderkommando tras sobrevivir en Auschwitz, estuvo en otros campos, y al comparar la experiencia en los diferentes campos, decía que “ nosotros, en el Sonderkommando, tal vez teníamos mejores condiciones de supervivencia cotidiana; teníamos menos frío, más comida, menos violencia, pero vimos lo peor, estábamos dentro de ello todo el día, en pleno meollo del infierno”.

Estas imágenes se repiten. Nyiszli intentaba “no pensar ni un segundo”. Zalmen Gradowski, un sonderkommando que enterró sus textos en las cercanías del crematorio, escribía: “Es preciso endurecer el corazón, matar toda sensibilidad, acallar todo sentimiento de dolor. Es preciso reprimir el horroroso sufrimiento que recorre como un huracán todos los rincones del cuerpo. Es preciso convertirse en un autómata que nada ve, nada siente y nada comprende”.

Gradowski, además de usar la imagen del autómata, también usa otro término para describir la situación de los sonderkommandos, el de sombras. Después de haber entrado en la cámara de gas, “varias siluetas de sombras humanas arrastraban por el hueco algún fardo pesado, algún cuerpo que llevaban hacia una puerta abierta. Luego volvían y con pasos silenciosos, una vez más llevaban otro y desaparecían con él a través de esa misma puerta”.

En otro momento de Shoah, Lanzmann está entrevistando a Abraham Bomba, un sonderkommando de Treblinka. Está contando cómo trabaja su comando, eran peluqueros, esperaban dentro de la propia cámara de gas, allí le cortaban el pelo a las mujeres, “solamente algunos bancos y dieciséis o diecisiete peluqueros. Pero ellas, ¡eran tan numerosas! Cada una llevaba alrededor de dos minutos, no más (…) Nos ordenaban dejar la cámara de gas. Durante algunos minutos, alrededor de cinco minutos. Entonces, enviaban el gas y las asfixiaban hasta hacerlas morir”.

Lanzmann le pregunta: “¿Qué experimentó la primera vez que vio a las estas mujeres desnudas con los niños, qué es lo que sintió?”.

Abraham Bomba responde: “En fin, ¿sabe? “Sentir” ahí abajo… Era muy duro tener cualquier sentimiento: imagínese, trabajar día y noche entre los muertos, los cadáveres, los sentimientos de uno desaparecían, uno estaba muerto al sentimiento, muerto a todo”.
 

Por lo que vamos viendo parece que los propios supervivientes se describen a sí mismos en ese estado de embrutecimiento y envilecimiento. Shlomo Venezia coincidió en el Sonderkommando del crematorio III con David Olère. Tras la liberación este deportado francés realizó multitud de dibujos sobre su experiencia en el crematorio. Estos dibujos tienen un gran valor testimonial ya que Olère fue el único artista que trabajó en el Sonderkommando. En la mayoría de estos dibujos aparecen los sonderkommandos de forma impersonal frente a la individuación con que son retratados los miembros de las SS. También las víctimas aparecen individualizadas, y el propio Olère se autorretrata de forma realista, pero Olère presenta a los sonderkommandos de forma impersonal, como si fueran autómatas, sombras, con el sentimiento muerto.
 

40 años después del texto de Primo Levi que vimos más arriba apareció Los hundidos y los salvados. En el capítulo dedicado a la zona gris, que después retomaremos, Levi hace referencia al estado de los sonderkommandos: “No hay duda de que se trata de la muerte del alma: ahora bien, nadie puede saber cuánto tiempo, ni a qué pruebas podrá resistir su alma antes de doblegarse o de romperse. Todo ser humano tiene una reserva de fuerzas cuya medida desconoce: puede ser grande, pequeña o inexistente, y solo en la extrema adversidad puede ser valorada”.

¿A qué puede deberse esa “muerte del alma” a la que se refieren Primo Levi y David Olère? En el testimonio de Shlomo Venezia se puede leer su incomprensión ante los compañeros que rezaban fervientemente, estos compañeros desconocían su verdadera situación ya que “eran vivos que estaban cruzando la frontera con la muerte”. Tenían  una vida degradada e infectada de muerte, en palabras de Venezia, “en constante contacto con los muertos. Aquella visión cotidiana de todas aquellas víctimas gaseadas… El hecho de ver a todos aquellos grupos llegando y entrando sin esperanzas”.

“…vivos que estaban cruzando la frontera con la muerte”, estas palabras de Venezia parecen remitir a las reflexiones que Adorno hace sobre la vida dañada en Mínima Moralia. En el parágrafo 148 de este libro, Adorno señala que “lo que los nacionalsocialistas hicieron con millones de personas fue la catalogación de los vivos como muertos”, la vida dañada es la presencia excesiva y brutal de la muerte en la vida; la muerte contamina, ensucia, contagia a la vida. El triunfo de  la muerte sobre la vida conlleva “una humanidad que ha muerto”. El Lager como campo de muerte, como fábrica de muerte va matando a la manera de una cadena de producción a individuos que no son más que la materia prima de la muerte en masa. La presencia desaforada de la muerte consigue “la absoluta irrelevancia del ser vivo”, y es que en la vida dañada la vida no lo es tal, la vida no es vida, es vida preñada de muerte. Pero la muerte tampoco es muerte: “La radical sustituibilidad del individuo hace prácticamente de su muerte, con desprecio total de la misma, algo revocable”. La muerte deja de ser personal ya que lo que hace el Lager es “sentenciar a muerte por vía administrativa a incontables seres”. La vida dañada, la vida llena de muerte, la vida que ha cruzado la frontera con la muerte, donde ni la vida es tal ni tampoco la muerte.

Por tanto, partíamos de la imagen que había en el Lager de los sonderkommandos como embrutecidos y cómplices, y confrontábamos esta imagen con la que tenían los propios sonderkommandos sobre sí mismos. El primer resultado al que hemos llegado es que hay coincidencia entre este embrutecimiento o envilecimiento con las descripciones que hacen los propios sonderkommandos de sí mismos ya sea como situación extrema (Müller), crisis nerviosa (Nyiszly), autómatas (Venezia, Gradowski), con el sentimiento muerto (Bomba), de forma impersonal (Olère) o muerte del alma (Levi).

 

2. La zona gris.

La sombra de complicidad ha sido una de las constantes críticas que se han hecho a los sonderkommandos. Los supervivientes de este comando han tratado en sus testimonios de la distancia que había entre los SS y los sonderkommandos. Para dibujar el mapa de la cuestión, tenemos que remitirnos en un extremo al testimonio de Miklós Nyizsli. El asistente de Megele nos ofrece una perspectiva de la situación del Sonderkommando en cercanía con los SS. En este contexto nos narra el famoso partido de fútbol: “Queda todavía tiempo para cenar. Los del Sonderkommando traen una pelota. Se forman dos equipos: SS contra Sonderkommando. En una parte del campo están los guardias, en el otro los prisioneros del Sonderkommando. El público formado de SS y de otros componentes del Sonderkommando, gritan para animar a su equipo, como si se encontraran en un campo de fútbol normal de un pequeño pueblo de provincia”. La reducida distancia entre ambos colectivos se puede ver en el discurrir de la propia actividad del Crematorio. “En el campo vodka y cigarros son elementos esenciales para no enloquecer. Todos los del Sonderkommando y todos los SS fuman y beben continuamente”

El médico también establece una escala moral entre los SS a los que llega a conocer bien. Por una parte, está Muhsfeldt. En una ocasión, cuando encuentran viva a una chica de 15 años tras un gaseamiento, el médico se dirige a él, “rezando para que haga algo con la niña. Me escucha con atención y me pregunta lo que le sugiero hacer. Comprendo que la situación es muy complicada. Veo en su cara que le he entregado un problema muy grave”. El diálogo que tienen ambos tiene una gran importancia moral: “Si tuviera unos años más se podría solucionar, me contesta Muhsfeldt. Una joven de veinte años tiene raciocinio suficiente para comprender la suerte que le ha tocado y callarse agradeciendo el destino. Pero una niña de dieciséis años, con su ingenuidad, a la primera ocasión contará a todos sus experiencia. En un par de días todo el campo lo sabría. La niña no puede quedar con vida”. Ese titubeo moral de Muhsfeldt hace que no sea el monolito moral que acostumbra. Pero es solo un titubeo, en otra ocasión, en otro momento de turbación, el Oberscharführer le dice: “Para mí es totalmente indiferente matar a ochenta o a mil personas”.

En una escala moral, después del titubeo de Muhsfeldt está Mengele, que también tiene algún desliz moral  que rompe el monolitismo del Hauptsturmführer, “una pequeña señal de sensibilidad”. Más allá está Otto Moll, de él dice el médico que fue “el más inhumano y criminal de todo el Tercer Reich”, muy famoso entre los sonderkommandos por su crueldad.

Nyiszli sospecha que los SS del Crematorio son como los Sonderkommandos. También ellos viven separados del resto, también ellos conocen el secreto de las cámaras de gas y también ellos serán asesinados después de la muerte de los sonderkommandos. No lo dice claramente, se trata de una “suposición”, “nuestros verdugos fallecerán después de nosotros”.

Si el testimonio de Nyiszli muestra cierta cercanía entre los SS y los sonderkommandos, en otros testimonios lo que separa a ambos es una distancia enorme. Shlomo Venezia cuenta que logró convencer al Kapo Lemke para trasladar a su hermano del Crematorio IV al Crematorio III, donde estaba el propio Venezia. Así los hermanos pudieron reunirse. “Para los alemanes y para los kapos era lo mismo, un “pedazo” (Stück) de un lado o del otro. Lo importante era que el número coincidiese. Ni siquiera miraban los números de matrícula, nosotros éramos solo unos Stücke”. Cuando faltaba alguien en los interminables recuentos en la Appelplatz, los SS nunca decían que faltaba una persona, sino ein Stück, una pieza o un pedazo.
 

            También Zalmen Gradowski marca una distancia enorme entre los SS y los sonderkommandos. En el segundo manuscrito nos relata la liquidación del campamento checo, se trataba de familias que venían de Theresienstadt y que llevaban varios meses viviendo en Auschwitz. Sobre los engaños, las tretas y los sarcasmos de los SS escribe: “Los demonios y las bestias inmundas han estudiado minuciosamente su jugada. Han destrozado a las familias con toda intención para que las víctimas se obnubilaran con una nueva preocupación antes de morir”. No es más que “el sacrificio de cinco mil vidas inocentes ofrendado a su dios. Las bestias y criminales, los asesinos, sentían júbilo, celebraban su proeza”.

Para marcar todo el espacio moral que hay desde esta cercanía a esta distancia Primo Levi acuñó en Los hundidos y los salvados una expresión que ha tenido mucha fortuna, la zona gris: “Es una zona gris, de contornos mal definidos, que separa y une al mismo tiempo a los dos bandos de patrones y siervos”. Es la zona moralmente ambigua de la colaboración y del privilegio; es la zona que separa a verdugos y a víctimas, porque no se pueden confundir, pero también, de forma muy inquietante, es la zona de “identificación, imitación, intercambio entre el verdugo y la víctima”.
 

La zona gris es la zona de los salvados, esto es, de los adaptados al Lager; la zona de los privilegiados, de los funcionarios, de los que sobreviven tras haber renunciado a su “mundo moral”. En la zona gris, Levi pone a los Kapos y los sonderkommandos;  para estos últimos, Primo Levi remite a la escena del partido de fútbol que veíamos antes en el testimonio de Nyizsli, los SS “veían en los sonderkommandos a colegas suyos, tan inhumanos ya como ellos, atados al mismo carro, ligados por el mismo inmundo vínculo de la complicidad impuesta”. En este fragmento podemos ver cómo caracteriza el autor italiano a los sonderkommandos. Independientemente de cómo vean estos prisioneros su actividad, son cómplices, colaboradores del proyecto de exterminio, elementos fundamentales, necesarios en la cadena de producción de la muerte. Esta colaboración, a pesar de cómo se vean a sí mismos, los sitúa en el ámbito de las víctimas que han perdido su inocencia, “en su consuelo no tienen ni siquiera la conciencia de saberse inocentes”. Complicidad, colaboración, las víctimas pierden su inocencia, se asimilan a sus verdugos. Ante todo esto, tan abrumador, Levi nos emplaza a suspender el juicio moral, a no aplicar nuestro juicio a los que han tenido que vivir la tesitura moral más horrible.

La complicidad hace semejantes a SS y a sonderkommandos, los embrutece de la misma manera, están degradados a la misma condición, reducidos a la condición inhumana. Es en este contexto donde Levi habla de la “muerte del alma” que veíamos antes.

Sobre la acusación de colaboración se rebela Shlomo Venezia. En relación a los que llevaban a las cámaras, dice Venezia, “no pienso que sea colaboración querer aliviar un poco de sufrimiento”. ¿Qué se podía hacer frente a aquella pobre gente? Ya solo quedaba consolarlos un poco. Venezia no admite ninguna responsabilidad ya que solo mataban los alemanes. Abraham Bomba, en Shoah, advierte que, ya dentro de la cámara de gas de Treblinka, solo cabía “ser lo más humanos posible”. En uno de los momentos más dramáticos de la película, a Bomba se le quiebra la voz y Lanzmann le insta a continuar. Bomba cuenta el momento en el que entró la mujer y la hermana de uno de sus compañeros. “Trataba de hablarles, pero tanto a la una como a la otra era imposible decirles que se trataba del último instante de su vida… Pero, sin embargo, hacía por ellas lo máximo, quedarse con ellas un segundo, un minuto más, las estrechaba, las abrazaba. Porque sabía que no las volvería a ver jamás”.

En la misma película, Filip Müller dice que “era un sinsentido decir la verdad a cualquiera que atravesaba el umbral del crematorio. Allí no se podía salvar a nadie. Allí era demasiado tarde”. Cuenta que en una ocasión un sonderkommando reconoció a la mujer de un amigo y le dijo que la iban a matar. Los SS terminaron torturando a la mujer y lanzando vivo al sonderkommando a un horno.

Shlomo Venezia no esconde que había algo más. A veces, tenían que sujetar a las personas enfermas mientras que los SS les pegaban un tiro en la nuca y además, tenían que colocarlos de forma tal que la sangre no manchara a los SS. “No podía existir nada más duro que sujetarlos mientras los mataban”. Los sondekommandos se veían obligados a hacer este tipo de cosas. “Sin embargo, en este caso, reconozco que me siento algo cómplice, aunque yo no los maté. No teníamos elección, no teníamos otra posibilidad en aquel infierno. Si me hubiera negado a hacerlo, el alemán se me habría arrojado encima y me habría matado de inmediato, para dar ejemplo. Afortunadamente, no enviaban a menudo a aquellos grupos a nuestro Crematorio”.

Otra vez en Shoah. Lanzmann entrevista a Richard Glozer, un sonderkommando de Treblinka. Febrero de 1943, la “temporada mala” de Treblinka. No llegan transportes y el hambre se extiende por todo el campo; un miembro de las SS les dice que al día siguiente se acabará el hambre, y es entonces cuando empezaron a llegar los transportes de Salónica. Glozer señala que “los transportes de los países balcánicos nos llevaron a la terrible toma de conciencia: nosotros éramos los trabajadores de la fábrica de Treblinka y participábamos en todo el proceso de fabricación… es decir, en el proceso de muerte de Treblinka”. Los del Comando Especial toman conciencia de la participación en un proceso, que no sería posible sin ellos, y que ellos no podrían sobrevivir sin ese proceso. Esta toma de conciencia hizo que “en nosotros surgiera el odio y también el sentimiento de que eso no podía durar más tiempo, que tenía que ocurrir algo”. A partir de aquí se comenzó a “organizar la sublevación”.

Varios supervivientes coinciden en que su terrible trabajo tiene algo que ensucia, también moralmente. Los sonderkommandos supervivientes no se cuestionan su papel ante las víctimas en el momento anterior al gaseamiento, por el contrario, muestran su estupor en el momento posterior al gaseamiento. Cuenta Filip Müller sobre el momento de abrir las cámaras de gas: “Esto lo he visto muchas veces. Y era lo más duro de todo. A eso no se acostumbraba uno jamás. Resultaba imposible”. En Shoah cuenta el combate terrible que se desarrollaba dentro de la cámara de gas, la lucha por la supervivencia… “Aquel combate de la muerte. Era un espectáculo espantoso. Y eso era lo más difícil”.

Zalmen Gradowski narra el momento de sacar los cuerpos tras el gaseamiento con una gran fuerza dramática: “Se estira con fuerza hasta extraer los cuerpos de la madeja, éste por una pierna, aquel otro por un brazo. Parece que en cualquier momento van a desmembrarse por los incesantes tirones. Después se arrastra el cuerpo por el mugriento y frío suelo de cemento, y su hermosa blancura alabastrina, como si fuera una escoba, va recogiendo toda la suciedad. Se toma el cuerpo, ahora manchado, y se lo coloca boca arriba. Te miran unos ojos ya vidriosos, como si te preguntaran: ¿Qué harás conmigo ahora, hermano?”.

Shlomo Venezia, al comentar este terrible momento, deja dicho: “Nunca lo había contado hasta ahora; es tan abrumador y triste que me cuesta hablar de estas visiones de la cámara de gas”. ¡Qué muerte tan horrible! Cuerpos aplastados, buscando desesperadamente un poco de aire, cuerpos sucios…

Los sonderkommandos supervivientes repiten esta imagen, como algo que ensucia, que tizna moralmente. El propio Venezia dice: “No porque se tratara de cadáveres, eso aún…, sino porque su muerte lo era todo salvo una muerte dulce. Era una muerte inmunda, sucia. Una muerte forzada, difícil y distinta para todos”. La suciedad lo pringaba todo, los sonderkommandos “evitaban tener que tirar de los cadáveres con las manos. Eso era muy importante para nosotros”. Para ello usaban unos bastones para no tener que tocarlos.

Una muerte sucia que mancha, quizá este fuese el momento en el que los sonderkommandos tomasen conciencia de su participación en el proceso industrial de exterminio. Mientras que el momento en el que las víctimas entraban en la cámara de gas, aunque hubiese un margen de posibilidades de acción, no llegaba a ser moralmente controvertido porque sabían que cualquier acción podía ser contraproducente, el momento de sacar los cuerpos de la cámara de gas, momento en el que sus opciones y posibilidades eran inexistentes, ya que solo podían hacer lo que tenían que hacer, parece que es el momento más terrible moralmente. Cuanto menor era su libertad, mayor su responsabilidad. Otra paradoja más de Auschwitz.

Zalmen Gradowski, al ver a las mujeres del contingente checo que procede de Theresienstadt, hace la siguiente reflexión: “Estos hermosos cuerpos seductores que ahora florecen llenos de vida quedarán tendidos en el suelo, como seres repugnantes revolcados en el lodo y la mugre de la tierra, sus limpios cuerpos alabastrinos maculados por las deyecciones”. Señala que se le arrancarán los dientes, que sangrarán por la nariz, que sus rostros blancos tornarán rojo, azul o negro por efecto del gas, los ojos se le inyectarán en sangre, se le cortará el pelo, arrancarán los pendientes. “Después, dos hombres extraños cubrirán con guantes sus manos o las envolverán con un trozo de tela, ya que esos cuerpos (ahora blancos como la nieve) tendrán entonces un aspecto repulsivo y no querrán tocarlos con las manos desnudas”. Y después, “como si se trataran de animales repugnantes, serán lanzadas, arrojadas, a un montacargas que las enviará al fuego de allí arriba”.
 

Zalmen Gradowski reflexiona sobre esta experiencia tan terrorífica. “Sentimos en nosotros mismos, sufrimos en carne propia la angustia de su paso de la vida a la muerte”. Sin embargo, discrepo, modestamente, de Gradowski, no es el paso de la vida a la muerte lo que produce esta experiencia. Ante el paso de la vida a la muerte se puede experimentar compasión, dolor; pero esta “angustia”, este asco moral solo se puede experimentar ante una muerte que no es muerte, ya no es una muerte que esté en el ámbito de las experiencias humanas, sino que es una muerte industrial, es una muerte que no es una muerte. Se pasa de la muerte que pertenece al ámbito de lo humano, a una muerte industrial, en masa, como materia prima. Este cambio que Agambem ha estudiado en el contexto de la figura del musulmán, es lo que produce esta muerte que mancha, que es sucia moralmente. El contacto con la deshumanización que provoca el Lager es lo que provoca el envilecimiento y la complicidad de los sonderkommandos. Una complicidad, tal vez no reconocida, pero sí asumida por los supervivientes. Los sonderkommandos, bisagras de la zona gris, centro de la zona gris, la zona de la ambigüedad moral, de las víctimas que pierden su condición de inocentes.

 

3. La movilidad de la zona gris.

Si bien el marco general de la zona gris sirve para establecer fenómenos que rompen nuestra comprensión de la moral y que están en el centro del Lager, pienso que la descripción que hace Primo Levi no considera algunos fenómenos morales. Veamos dos casos. Quizá uno de los momentos más emotivos de Shoah es la aparición de Filip Müller, un judío checo capaz de sobrevivir a cinco liquidaciones del Sonderkommando de Auschwitz. Lanzmann pone la cámara algo distante, Müller queda a cierta distancia del espectador, algo empequeñecido, gesticula enormemente. Empieza a hablar. En la conmoción que supuso para el Sonderkommando la  liquidación de las familias checas procedentes de Theresienstadt, en este enorme dolor dice Müller: “Todo esto le sucedía a mis compatriotas… Y me di cuenta que mi vida no tenía ya ningún valor. ¿A santo de qué vivir? ¿Para qué? Entonces, entré con ellos en la cámara de gas y decidí morir. Con ellos. De repente, se me acercaron algunos que me habían reconocido (…) Una mujer me dijo: Por lo visto, quieres morir. Pero eso no tiene ningún sentido. Tu muerte no nos devolverá la vida. Debes salir de aquí, debes dar testimonio de nuestro sufrimiento y de la injusticia que se ha comedido con nosotros”. En la zona gris y en la oscuridad del crematorio, Müller se orientó hacia las víctimas, y teniendo la referencia en ellas, experimentó un enorme sufrimiento moral, tanto que quiso entrar en la cámara de gas con ellas.

El ejemplo de Filip Müller es extraordinario, del sufrimiento moral no extrae odio, no termina en la “muerte del alma”, no llega a ser un autómata que logra no pensar en nada. Filip Müller extrajo otras cosas. “Nos sentíamos abandonados, del mundo, de la humanidad. Y, precisamente en estas circunstancias, fue cuando comprendimos mejor lo que suponía la posibilidad de sobrevivir. Porque valorábamos el precio infinito de la vida humana. Y estábamos convencidos de que la esperanza permanece en el hombre mientras vive. No hay que abdicar de la esperanza jamás, mientra se vive”. Del sufrimiento moral saca el deseo de vivir y el valor de la vida humana. Es la fuerza de la memoria, del testimonio de tanto sufrimiento e injusticia lo que le permite salir del embrutecimiento y la animalización a partir de la mirada a las víctimas. Hay que sobrevivir para dar testimonio, para recuperar la humanidad de las víctimas en lo posible, y así, mantenerse lo más humano posible.

El caso de Filip Müller no es una excepción. Zalmen Gradowski es un caso límite en lo referente al testimonio. Escribió unos manuscritos que enterró en las cercanías del crematorio, estos textos aparecieron después de la guerra. “Si alguna vez quieres comprender, querido lector, quieres conocer nuestro yo, medita profundamente en estas líneas y podrás hacerte una imagen de nosotros y entenderás también por qué hemos sido de ésta y no de otra manera”. Se trata de dos manuscritos, el primero trata sobre la salida del gueto, el viaje en tren y la llegada a Auschwitz; en el segundo, escribe sobre la liquidación de una parte del Sonderkommando y sobre el gaseamiento del contingente checo procedente del gueto de Theresienstadt. Es un testimonio excepcional ya que está escrito en el propio crematorio.

El testimonio tiene una marcada voluntad de estilo, no se limita a una crónica ni a establecer una serie de acontecimientos. La escritura que acompaña al testimonio pretende una mirada de fuerte carga moral. No trata tanto de sus propias experiencias sino del intento por reconstruir un mundo, los mundos de los que han ido pasando por un lugar que es “la residencia de la muerte”.Y es que Gradowski va cambiando el punto de vista, por ejemplo en el tren, la primera persona va pasando de un grupo a otro, aquella pareja que está en el vagón, la que tiene un niño, aquellos dos ancianos… La escritura va recogiendo fragmentos de vida que van quedando perdidos en un viaje repetido cientos de veces. La escritura es la forma de salir del yo para reconstruir fragmentos de unas vidas perdidas, instantes que si no es por el testimonio quedan abocados al total olvido.

Desde el principio caracteriza a los sonderkommandos como unos autómatas, “espiritualmente quebrados y físicamente agotados”, “sombras que antes habían sido personas”, individuos insensibles, dice Gradowski: “El alma se desgarra: ¿cómo puedo mantenerme tan insensible, con los sentimientos embotados, atrofiados?”. Con “un trabajo monstruoso, horrendo y trágico”, “no he tenido ni un solo día para sumergirme en mi desgracia”. Solo la escritura le permite salir de esta condición, de este embrutecimiento, de esa animalización, de ese envilecimiento. El abrirse a otras personas, a las víctimas es la única manera de escapar de la condición de inhumanidad que le confiere su terrible trabajo.

En el segundo manuscrito escribe sobre la liquidación de una parte del Sonderkommando. Los SS ponen una lista de los que van a ser evacuados: “La lista cuelga en la pared como un testigo vivo de que no somos nada y de que no tenemos ningún valor”. Sin embargo, Gradowski mira la situación desde otra perspectiva: “…los quince meses de vida en común haciendo el monstruoso, horrendo y trágico trabajo ha hecho de nosotros un cementado y estructurado organismo único y cerrado, somos un compacto grupo de compañeros entre los que se ha creado una inseparable e indivisible hermandad familiar”. Al narrar la liquidación, Gradowski trata de reintegrar a sus compañeros del Sonderkommando al campo semántico de la vida. Así, de esta forma, habla de “amigos”, “familia”, “desgarro”, “esperanza”, “coraje”, “llanto”, “tristeza”, “sensibilidad”, todo esto son “fuentes de vida en el desierto de la muerte”.

Una narración similar hace del gaseado de las familias checas, toda la narración es un ejercicio de dignificarlas, de presentarlas como personas no como materia prima de la industria de la muerte. La descripción de las mujeres sigue esta línea: “Lo que sorprende es que estas mujeres, frente a tantos otros transportes, permanezcan tan serenas. Miran de frente a la muerte con una valentía, una serenidad que nos deja estupefactos”. Los trabajadores del crematorio no dan crédito cuando estas mujeres se ponen a cantar; cantan la Internacional, el himno hebreo, el himno nacional checo. Ante esto, Gradowski escribe: “Nuestros corazones están destrozados por el dolor. Sentimos en nosotros mismos la propia angustia del peso de la vida a la muerte”. Ante las víctimas que mueren, Gradowski se abre en un “desgarramiento emocional”. Es la opción de abrirse a los demás, de recoger los fragmentos de estas vidas, en definitiva, de la memoria, lo que abre el camino de “sobrevivir, para aguantar el sufrimiento”

Los casos de Filip Müller y de Zalmen Gradowski nos obligan a replantearnos algunas de las cuestiones que dejó Primo Levi con su concepto de zona gris. Levi establece una cartografía de esta zona de ambigüedad moral, de transición entre los verdugos y las víctimas, sin embargo el caso de estos dos testimonios hace necesario otro enfoque complementario. La zona gris también es un campo de fuerzas, un espacio con una dinámica. Lo que hacen estos dos testimonios es establecer una dinámica en la zona gris, ambos cambian de lugar en la zona gris y lo hacen a partir de dirigir la mirada, con casi desesperación, hacia las víctimas. No pueden recuperar su inocencia pero ambos recuperan parte de su humanidad desde la inhumanidad de la vida dañada, del exceso de muerte y de la contaminación de vida por parte de la muerte. La parte de humanidad que recuperan no se basa en la dignidad, concepto muerto en la entrada del Lager, sino en la recuperación de la ligazón con las víctimas, con los que están muriendo. La responsabilidad ante los muertos es lo que permite recuperar la conciencia ante el mar de muerte que supone el crematorio para Gradowski. En este mar ambos autores pretenden salvar algo, evitar que todo se pierda, o evitar que se pierda como materia prima de la fábrica de la muerte. Solo recuperando parte de la humanidad de las víctimas estos miembros del Sonderkommando pueden recuperar parte de la suya. Solo así pueden salir de la animalización, del embrutecimiento, del envilecimiento, solo así pueden dejar de ser autómatas, sombras sin vida; solo así se puede escapar de la inhumanidad.

Tratar de salvar parte de la humanidad de las víctimas es lo que permite salvar parte de la humanidad de estos sonderkommandos. Salvar a las víctimas, sacarlas de su condición de materia prima es salvarlas en la memoria. En este sentido, ambos autores se complementan, mientras para Müller hay que “sobrevivir para dar testimonio”, para Gradowski es al contrario, “quiero recordar para sobrevivir, para aguantar el sufrimiento”. Ambos coinciden en el sufrimiento moral que les produce su acercamiento a las victimas en tanto que víctimas, y también en que tienen que recuperar la humanidad de las víctimas, en la medida de lo posible, con su voluntad de sobrevivir.

Este esfuerzo para recuperar la humanidad, para inyectar más vida en el océano de muerte que es Auschwitz creo que provoca una oscilación en la zona gris. Los sonderkommandos siguen ejerciendo su función, no pueden salir se la complicidad impuesta, la muerte sigue siendo sucia, la muerte es la reina de la vida dañada, pero creo que es de justicia afirmar que estos dos hombres basculan hacia el otro lado de la zona gris, hacia el lado de las víctimas.

Si bien Primo Levi había establecido la cartografía del Lager con las coordenadas de los hundidos y los salvados, si los puntos cardinales son los musulmanes y la zona gris, si los resultados de la destrucción de la humanidad van desde la deshumanización que sufren los musulmanes (Si esto es un hombre…) a la inhumanidad en la que caen los Sonderkommandos, hay algo que comparten todas las víctimas, la vergüenza. Primo Levi la describe como un “sentimiento de vergüenza y culpa que coincidía con la libertad reconquistada”; con el momento de la liberación, cuando vuelven otra vez a ser hombres, libres y responsables, se sienten con remordimientos, con dolor y con culpa. Lo que quería resaltar es que estas reflexiones que Primo Levi hace en Los hundidos y los salvados vienen acompañadas por dos ejemplos, uno es del propio Levi que recogió en La tregua, pero el otro es el testimonio de Filip Müller. Me parece muy importante a la hora de reivindicar la figura del sonderkommando y la posibilidad de una dinámica en la zona gris.

Lo que comparten las víctimas es la vergüenza. “A la salida de la oscuridad se sufría por la conciencia recobrada de haber sido envilecidos. Habíamos estado viviendo durante meses y años de aquella manera animal, no por propia voluntad, ni por indolencia ni por nuestra culpa. (…) el espacio de reflexión, de raciocinio, de sentimientos, había sido anulado”. Es la conciencia de haber estado envilecidos, animalizados, embrutecidos hasta el punto de perder la humanidad, de perder la dignidad, de perder la moral, la compasión. Un resquicio de esto ya lo recuperaron personas como Zalmen Gradowski o Filip Müller, y lo hicieron gracias a los otros, a los muertos.

¿Dónde poner a El hijo de Saúl en este escenario?  En la película Saúl busca un rabino para poder despedir al cadáver del que él considera su hijo, quiere enterrarlo y rezarle un kaddish. ¿No hay una similitud entre el comportamiento de Saúl y los que hemos visto en Zalmen Gradowski y Filip Müller? Saúl llega a enfrentarse a sus compañeros porque subordina todo a su tarea, cuando pierde la pólvora sus compañeros le dicen que ha traicionado a los vivos por los muertos. Saúl sabe que la única posibilidad de redención que tiene es salvando al menos a este muerto. Más que en su supervivencia o en la causa de la rebelión, lo que obsesiona a Saúl es poder despedir a este muerto, en darle una despedida que lo reintegre en el mundo de los hombres, una muerte que sea humana. Esa mirada hacia las víctimas, hacia los que están muriendo como figuren o stücke, hace que puedan morir como hombres.

La figura de Saúl tiene un enorme parecido con la de Antígona. Al húngaro se le puede aplicar algunas de las palabras de hija de Edipo: “¡Ay de mí, desdichada, que no pertenezco a los mortales ni soy una más de los difuntos, que ni estoy con los vivos ni con los muertos!”. Esta es la condición de la vida dañada.  ¿Qué hacer en esa posición de la zona gris? Lo mismo que hace Antígona, desobedecer la orden del poder y escuchar la de los muertos, la de las víctimas. Dice Antígona a Creonte: “No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Éstas no son de hoy ni de ayer, nadie sabe de dónde surgieron”. Ella sabía que iba a morir por  escuchar esta llamada de los muertos, ella sabía que ese sería su destino por infringir esa orden. “Así, a mí no me supone pesar alcanzar este destino. Por el contrario, si hubiera consentido que el cadáver del que ha nacido de mi madre estuviera insepulto, entonces sí sentiría pesar. Ahora, en cambio, no me aflijo”. Este es Saúl.

martes, 16 de febrero de 2016

El hijo de Saúl, una crítica moral.


La película El hijo de Saúl, una de las triunfadoras del pasado Festival de Cannes, ha llegado a nuestras pantallas. Quizá, lo primero que hay que decir es que ha cumplido las expectativas que traía, es imposible mantenerse impasible ante esta película, el espectador es zarandeado, golpeado y atrapado en su butaca como si no hubiera más mundo que el de  la sala de cine.

El hijo de Saúl no se presenta como una película más, el tema que trata, la Shoá, tiene una larga tradición, unos convencionalismos y unos tabúes. Las críticas al travelling final de Noche y Niebla, la prohibición de Lanzmann, las críticas de Lanzmann y Kertész a Spielberg,  y de fondo el famoso dictum de Adorno. Y es que el gran interés que tiene esta película es su capacidad de cuestionar todos estos convencionalismos. László Nemes, el director de la película, es consciente de todo el peso de esta tradición.


La contradicción la tenemos antes de que las imágenes de la película empiecen a rodar, se trata del problema de la representación del horror. Si se hace una representación directa del horror, entonces habrá que concluir que, como la realidad fue terriblemente peor, estamos banalizando la realidad. No se puede “robar” las experiencias a las víctimas, esta era la crítica de Kertész a Spielberg, esas experiencias le pertenecen a las víctimas, no podemos suplantarlas. Por tanto, si hacemos una representación banalizamos la realidad. En esta posición está Lanzmann con su negativa a introducir cualquier ficción o documento de archivo, y, en el fondo, es el sentido del dictum de Adorno, no cabe poesía ni ficción sobre el horror, esta vía se corta por la irrepresentabilidad del horror.

Pero si no hacemos una representación de la realidad parece que le damos la espalda a lo que realmente sucedió. La gran mayoría de las películas que se hacen sobre esta temática se quedan en los bordes del asunto, no se atreven a entrar en el fondo de la cuestión. Estas películas han perdido su relación con la verdad; han contribuido a forjar una imagen casi sagrada del Holocausto. Estamos rodeados de Holocausto, convertido casi en un símbolo de maldad más que en una experiencia histórica. Vemos nazis en las óperas, en el lenguaje político, es una referencia más que una realidad. Otro resultado de esta banalización de la Shoá es que queda reducida al pasado, a la historia, o si quieren, a la Historia. Se frustra cualquier relación con el presente, cualquier cuestionamiento de nuestro tiempo presente.

Por tanto, comenzamos con la paradoja en relación a la representación o recreación del horror del Lager: es imposible representar el horror pero es necesario si queremos mantener el impulso ético de la memoria.Nemes es consciente de esta paradoja: “El problema es difícil de resolver. Por mucho que enseñes en tu película, al final tienes que ser consciente de que la realidad fue otra cosa. Y siempre mucho peor. Pero si, al contrario, no dejas ver nada, corres el riesgo de menospreciar lo que realmente fue”

Como si fuera un problema que resolver, una incógnita que desvelar, el director incumple dos tabúes que había impuesto Lanzmann. El primero es hacer una obra de ficción, sabe que el riesgo de la ficción es trivializar o banalizar el sufrimiento, separar el sufrimiento de las víctimas, y sin embargo, apuesta por una ficción que está respaldada por el lenguaje de la ficción, por opciones estéticas y que, además, supone una reivindicación de la mirada de la ficción, de la imaginación que recrea y de la imaginación que dirige la mirada. Esto supone incumplir el mandato, casi bíblico, de Lanzmann.

El segundo tabú que incumple viene a ser que la película propone una identificación del espectador con el protagonista. La idea es concentrarse en la vida de un solo hombre, un judío húngaro que trabaja en el Sonderkommando en Auschwitz. La cámara aparece pegada a la espalda del protagonista, podemos notar su respiración, casi sentimos su olor, como si recuperase la idea aristotélica de la catarsis y se alejase del efecto de distanciamiento que propugnaba Bertolt Brecht. El director lleva al espectador al protagonista, lo acerca a su horror, lo golpea con las vivencias terribles que soporta el protagonista. Nada que no se supiera, decía Godard que “los documentales representan a lo que les pasa a otros y la ficción lo que me pasa a mí”.

Por no irnos demasiado lejos, Godard también decía que “un travelling es un tema moral”. Y es que Nemes ha reflexionado mucho sobre el lenguaje de su película, y es uno de los logros más importantes. Los planos son cortos y rápidos, casi en el cogote del protagonista, la cámara es muy ágil, va detrás del protagonista que se mueve a ritmo de planos secuencia. En segundo lugar, los planos tienen una limitadísima profundidad de campo, el fondo aparece borroso, turbio. Desde la primera escena, se marca esta doble estructura en el plano, un primer plano que se mueve frenéticamente y un fondo desenfocado.

Esta opción estética tiene una gran importancia moral. En 1945 cuando los ingleses liberaron los campos de concentración iban grabando material, hace unos años salió del olvido ese material que se montó y se llamó Memoria de los campos. Un dato interesante es que el propio Alfred Hitchcock participó en este proyecto. La cámara se sitúa en un encuadre lo más ancho posible, el encuadre escoge panorámicas lo más amplias posible. Los directores ingleses lo hicieron de esta forma para evitar cualquier sospecha de falsedad. Nemes critica a Spielberg el uso y abuso de estos planos en la Lista de Schindler. En su película estos planos se convierten en el máximo tabú. No hay visión global, no aparece Auschwitz, no hay Lager, solo hay el continuo transcurrir de pasillos del crematorio y algunos exteriores con la respiración del protagonista marcando un ritmo frenético.


Si ya hemos visto el problema y los medios para solucionarlo, ahora queda la solución propiamente dicha. Y la solución va en una doble dirección. Por un lado, el horror no se muestra directamente, sino que queda sugerido. Si no se puede recrear el  horror, Nemes opta por sugerirlo; y es que lo realmente importante de la película ocurre en el plano de fondo difuminado y borroso. Es al final de las escenas donde lo innombrable acontece. Lo que se ve borroso, o lo que no se ve; es allí, en el interior de la elipsis, del silencio visual. Nemes recurre al poder de la ficción, a la imaginación que puede acercarse, reconstruir, más bien, adivinar lo que puedo pasar, reconstruir el espanto a partir de fragmentos. La imaginación de la ficción tiene un valor moral, esa es la gran lección de esta película. La ficción queda reivindicada.

Nemes no solo reivindica la imaginación de la ficción, la mirada del espectador, también le impone una tarea moral, ¿hasta dónde llega la mirada?, ¿hasta dónde mirar y hasta dónde apartar la mirada?, ¿hasta dónde entrar en lo borroso? Esta es la decisión moral que afecta al espectador. Los cuerpos quedan al fondo, no se hace uso de imágenes bárbaras, no se excede en la retórica ni en la pornografía moral del sufrimiento ajeno.

Decíamos que la solución tiene una doble dirección. Además de mostrar, insinuar el horror, la solución pasa por centrarse en un solo individuo. La cámara nos pega a él, sentimos su respiración, notamos su olor, sentimos su angustia. Todo el universo concentracionario en un individuo, la apuesta es alta y el reto arriesgado. El miembro del Sonderkommando viene al presente, reclama su humanidad, nos hace testigos de ello, nos increpa y nos insta a hacer de testigos. Nos implica moral y casi físicamente.

El espectador asiste al, quizá último, brote de humanidad del personaje. En un mundo de muertos, se empeña en enterrar con dignidad a uno de los muertos. Él dice que es su hijo, pero cualquiera pudiera ser su hijo, porque el que está aquí en riesgo no es el adolescente muerto, sino el sonderkommando que está a punto de perder su humanidad y que este empeño es su último brote de humanidad. El protagonista actúa como Antígona, la muchacha capaz de traicionar a los vivos para ayudar a los muertos. El problema aquí no es Polinices sino Antígona, no es el muchacho sino el protagonista que se agarra con lo que le queda de su vida para no perder su carácter humano. El director acierta otra vez, no cabe duda. Y esa lucha por mantenerse en la condición humana contrasta con otras luchas que tienen el mismo objetivo: mantenerse erguido como ser humano. Este es el tema de Saúl, más que los preparativos del alzamiento del crematorio IV de Auschwitz-Birkenau.

Con esta película se zanja el debate de si se pueden hacer películas de ficción sobre la Shoá. La película de Nemes ha demostrado que sí es posible ya que ha rebatido varios argumentos en contra que tradicionalmente se habían dado. El primer argumento era que era inmoral hacer ficción. La razón que se argüía para sostener este argumento venía a ser que si no se insistía en el sufrimiento no sería verosímil, pero Nemes ha hecho una película sin caer en el sensacionalismo, sin caer en lo que antes llamábamos la pornografía moral y sin caer en el melodrama, las imágenes van pasando con gran contención y mesura.

La segunda razón que impedía las películas de ficción era que suponía una trivialización y banalización del sufrimiento porque relatar algo es siempre estetizar y porque solo es válido hablar de estos sufrimientos tan extremos en primera persona, cualquier recreación es una trivialización. Pero ya decía Semprúm que solo la literatura podía dar una idea a la gente del olor a muerte que había en el campo, Nemes estaría de acuerdo con esto, solo la ficción, el cine, puede hacernos una idea de tamaño sufrimiento y convertirnos en testigos.

Y la tercera razón, porque atenta contra la verdad ya que solo podemos admitir la verdad del testigo, solo  él tiene la validez de un relato que se basa en el “yo lo vi.”. Pero el arte puede afrontar la máxima barbarie sin que sus imágenes atenúen, disfracen o menoscaben la realidad. El arte trata con símbolos, con metáforas que nos pueden acercar a la verdad del acontecimiento, reconociendo siempre la primacía de la voz de los testigos.

Comenzábamos con la paradoja de la estética de lo imposible, la representación es imposible pero necesaria. ¿Se puede solventar la paradoja? ¿Qué tiene que decir El hijo de Saúl? Creo que esta película es importante en la comprensión de la paradoja, sirve para adentrarnos en ella y para, si quieren, aumentar la paradoja, para tensar más la contradicción. Por una parte, esta película tiene verdad, aumenta nuestra comprensión, nos lleva donde pocas películas nos habían llevado. Creo que sirve para aumentar lo que decía Primo Levi de que somos nosotros, los lectores y los espectadores, los que nos toca juzgar, los jueces. Además, esos planos de fondo desenfocados, turbios, confusos son como las obras de Zoran Music, sombras indefinibles, mucho más espantosas que las fotografías de cuerpos muertos reales.

 
 

Pero ¿qué queda de la irrepresentabilidad de fondo? A pesar de los avances que supone El hijo de Saúl, creo que seguimos igual. Decía Primo Levi en Si esto es un hombre refiriéndose al ingreso al Lager y la terrible experiencia que suponía entrar en este mundo: “Nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción del hombre”. Y es que el Lager es un mundo tan radicalmente distinto de nuestro mundo de los vivos que nuestro lenguaje, nuestras palabras no llegan a esa realidad, a ese horror. En Los hundidos y los salvados escribe Primo Levi: “Lo repito, no somos nosotros, los sobrevivientes, los verdaderos testigos. (…) Los sobrevivientes somos una minoría anómala además de exigua: aquellos que por sus prevaricaciones, o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo…”.  Los que han tocado fondo, la masa del campo, sí ha visto a la Gorgona Medusa, un monstruo que fue castigado por los dioses a que el que cruzase su mirada con ella terminaría como una estatua de piedra. Para los que han tocado fondo no queda más que silencio, un silencio absoluto, imposible de representar para nosotros, los hombres libres. Un silencio que tiene algo de inhumano y que escapa a nuestra comprensión.


 

viernes, 12 de febrero de 2016

David Bowie, música teatral


La muerte de Bowie…, tan abrupta, tan sorprendente, tan difícil de digerir. Ya saben, estábamos en con su nuevo disco, con el nuevo vídeo… Que nos impacte su muerte puede deberse a cuestiones tan peregrinas como el paso del tiempo, y es que David Bowie nos ha acompañado desde siempre, sus discos han estado siempre ahí, escuchados una vez tras otra, canciones y discos que jamás se fueron. El tiempo pasa y pasa sobre nosotros. Qué le vamos a hacer.

Sin embargo, la muerte de Bowie deja más interrogantes. ¿Cuál ha sido su lugar en la música pop?, ¿cuál su aportación?, ¿en qué medida es uno de los grandes?, ¿siempre lo fue o solo con algunos discos? Además del tópico de su camaleonismo y su modernidad, ¿qué hubo?

La revista Rolling Stones hizo en 2003 una lista de los mejores 500 álbumes de toda la historia del rock. David Bowie estaba en el puesto 35 con Ziggy Stardust, en el 108 con Hunky Dory, 251 con Low, 279 con Aladdin… Independientemente del valor que le demos a esta lista, creo interesante el dato de que ningún disco de Bowie esté en las primeras posiciones. Quizá lo paradójico esté en que la despedida y el impacto de su muerte no está en la valoración “oficial” de sus discos. ¿Es compatible una valoración, a la baja, con el enorme vacío que ha dejado? Así que… ¿por qué este desfase?

 

Por otra parte, busco y leo sobre Bowie, las listas de sus mejores discos son de lo más diverso. Muchos críticos  reivindican algunos trabajos que a mí me parecen menores (para ir levantando las cartas..., mi favorito es Scary Monsters). Esto me lleva a la misma apreciación, creo que valoramos en Bowie algo más que propiamente su música. Así que, prepárense, les contaré el secreto de Bowie, o lo que yo creo que es su secreto; les diré quién es verdaderamente David Bowie, o mejor lo que yo sospecho, ya que cuando se habla de Bowie es muy difícil, casi imposible, salir del Bowie de cada uno. Creo que hay un Bowie subterráneo, que recorre su carrera y que es lo que lo define mejor. Aguas subterráneas que lo unen con otras corrientes y afluentes. Este Bowie pasa de un disco a otro, de un personaje a otro. Lo une a otros artistas y lo traen hasta nosotros.

Se ha hablado mucho estos días de la habilidad de Bowie de sacar del underground algunas tendencias para después convertirlas en el mainstream; se ha hablado también de su modernidad para marcar tendencias. Todo esto es verdad, pero creo que lo más específico de este artista es su teatralidad. Trataré de explicarme. No me refiero a sus personajes, ya sea Ziggy Stardust o Aladdin. Me refiero, en primer lugar, a su forma de interpretar la música, a su manera de cantar, a la hora de enfocar sus canciones. Las enseñanzas de Lindsay Kemp y sus clases de mimo se pueden percibir desde Rubber Band hasta Lazarus, desde el preBowie hasta su último vídeo. Bowie entiende su arte como un ejercicio interpretativo. En Heroes va desde la épica hasta el dramatismo, de la épica (I wish you could swin like dolphins) al dramatismo (just for one day), al lirismo desesperado (and we kissed as thought nothing could fall). Es ese dramatismo hasta el que lleva Life On Mars?: de la comedia (Mickey Mouse has grown up a cow) al dramatismo (sailor fighting in the dancing hall). Un salto parecido lo encontramos en Drive in Saturday: del lirismo ( Let me put my arms) al dramatismo ( His name was always Buddy).

¿No es teatral una canción como Space Oddity? Va aumentando el dramatismo y el final va del Your circuits dead, theres something wrong al  Tell my wife I love her very much she knows. ¿No se puede decir lo mismo de The man who sold the word? La magia de estas canciones no solo está en su narratividad, ni en el contraste entre dos planos, esto lo tienen muchas canciones pop. Lo que las hace maravillosas es la forma en que son interpretadas, el contraste emocional, esa transición emocional que termina en un dramatismo que lleva al máximo las posibilidades emocionales que tiene la canción. Esa es la teatralidad que le imprime Bowie a sus interpretaciones. Más cercano al cabaret que a los crooners, con un expresionismo que recuerda más a la música de los años 30 que al propio rock and roll. Un estilo, una forma de encarar las canciones que puede pasar del recitativo al dramatismo, fórmula que ha usado en sus último discos, así Slow burn podría ser un ejemplo. Creo que esta forma de interpretar, de orientar los temas, de desarrollar los motivos inscritos en las canciones es una constante de Bowie en toda su carrera y uno de los signos distintivos de su factoría.

Y, en segundo lugar, con teatralidad me refiero también a la forma de componer que tiene Bowie. Pero para este segundo punto es necesario un rodeo. El musicólogo Alex Ross en su libro El ruido eterno le dedica unas páginas al compositor alemán Kurt Weill, que realizó un par de óperas con el dramaturgo Bertolt Brecht. Comenta Ross la forma de componer de Weill siguiendo su idea de la música como gesto musical, y es que en sus óperas hay un momento clave que puede resumir en un instante toda una compleja situación teatral; en este momento, el habla, el gesto, la entonación y la música cooperan en un momento teatral lleno de significado en el discurrir de la obra. En las óperas de Weill, este gesto puede ser de distinta manera: un obsesivo tema por un conjunto de instrumentos de metal, o puede ser un claxon de un automóvil, o un tema musical de un tango. Por tanto, el gesto es un momento en el que se organiza y se articula el transcurrir dramático de la ópera.


El propio Ross cuenta que en 1962 un joven cantautor nacido en Minnesota y que se llama Bob Dylan va la teatro a ver a Lotte Lenya, la esposa y musa de Weill. Allí se queda alucinado con la canción Pirate Jenny, en la que una prostituta fantasea con la idea de vengarse de los hombres que la explotan; al salir del teatro se seguía repitiendo en la mente de Dylan el verso central del estribillo: “Y un barco con ocho velas y cincuenta cañones…”. Siguiendo a Weill, y siempre según Ross, Dylan se dispuso a escribir sus propias frases a la manera de un gesto que quedara en la mente de los oyentes. Fruto de ese empeño aparecieron: The answer is blowin´ in the wind, A hard rain´s a gonna fall, The times they are a changin´ (esta última una cita directa de una obra de Brecht).

¿Qué tiene eso que ver con Bowie? Creo que muchas composiciones del artista responden a esta teoría del gesto. Partamos otra vez de Heroes, el desarrollo dramático del canción va creciendo con el bajo continuo de las guitarras de Robert Fripp y de Brian Eno, la eclosión patética de la canción se articula en torno al verso “We could be heroes just for one day”, el clímax emocional explota girando el torno a la palabra “heroes” que funciona a la manera del gesto de Weill.

Si pensamos en Sound and vision, la canción gira en torno a un tema que lleva, creo, la guitarra de Carlos Alomar, el motivo se va repitiendo y termina con el verso que da título a la canción. Todo el desarrollo de la canción se recoge en este verso que funciona en la composición a la forma del gesto. Otro ejemplo claro es Changes, la estrofa se va desarrollando hasta llegar al estribillo, y todo este recorrido termina en la palabra “Changes”, que es el momento central en la composición.

Esta estructura compositiva también la podemos ver en Starman, esa canción capaz de cambiarle alguien la vida, como contó en una ocasión Ian McCulloch, el líder de Echo and the Bunnymen. En esta maravillosa canción tanto la estrofa como parte del estribillo tiene como punto central los versos There´s a starman/ waiting in the sky/ He´d came and meet us/but he thiks he´d blow our minds, el resto del estribillo cierra esta frase. El modulo se repite con el mismo verso como elemento central.

A veces el gesto no está al final del módulo sino al principio, véase el caso de Ziggy Stardust. El gesto o elemento que organiza la canción y que marca su desarrollo es el verso con el que arranca: Ziggy played guitar. La canción empieza y acaba en este elemento que funciona como el elemento central de la composición, toda la historia que está contando la canción se centra en esta imagen.


Saquemos conclusiones. Nos preguntábamos sobre la distancia que hay entre el vacío que ha dejado la muerte de Bowie y la valoración de sus discos. Creo que la respuesta está en que la aportación fundamental de Bowie ha sido su teatralidad, su música como un gesto teatral. Por lo que considero que Bowie es más interesante como intérprete que, incluso, como compositor, aunque sea muy teatral en ambas facetas. Con intérprete me refiero a alguien que ha cambiado la forma de interpretar el rock, y eso, teniendo canciones excelentes. Bowie es nuestro Elvis, nuestro Frank Sinatra, nuestro Louis Amstrong, nuestro Leonard Cohen, nuestro James Brown, nuestro Ray Charles. Intrepretar rock tiene, con Bowie y desde Bowie, otro horizonte, otra dimensión. Hemos insistido en la teatralidad, en la búsqueda de un sonido, en hacer del pop una música total. Sin esta forma de interpretar hubiera sido imposible desde la new wave hasta bandas como U2, Coldplay o Radiohead.

 

                                                           *****

 

¿Era Bowie consciente de esta deuda con Weill? Creo que sí, y posiblemente también del papel que Dylan pudiera tener de enlace. La deuda con Kurt Weill la pagó en 1980 con un single que contenía una versión de una de las canciones más conocidas de la compañía Weill y Brecht, Alabama song.

 

La canción pertenece a una ópera llamada Ascensión y caída de la ciudad de Mahagony que trata sobre una ciudad que unos forajidos fundan en la mitad del desierto en EEUU. Mientras suena Alabama song, la prostituta Jenny y unos gángsters aparecen en escena. La canción avanza bajo un texto enteramente monosílabo (Oh, show us the way to the next whisky bar/ Oh don´t ask why, don´t ask why). El coro (Oh moon of Alabama) llega como un alivio después del machaqueo de la estrofa. Al final de la ópera, la ciudad llena de vicio y depravación termina perdida en el caos.

La versión de Bowie es brillantísima, mucho mejor que otras versiones, por ejemplo la de los Doors. David Bowie lleva la canción hasta sus límites, la estrofa se llena de inestabilidad, agresividad, el estribillo se llena de majestuosidad mientras la batería va cambiando el ritmo haciendo que la inestabilidad de la estrofa inunde toda la canción. La canción termina por ser un tour de force llena de agresividad e inestabilidad, demoníaca y dionisíaca. Creo que es una de las mejores interpretaciones de Bowie, saca lo mejor de sí mismo y lleva la canción a una de sus mejores versiones. En la versión en directo de 2002, la canción es más cabaretera y menos expresionista, pero igualmente brillante.

 

Siguiendo lo que decíamos de las aguas subterráneas, corrientes de agua que se mezclan  con otras fuentes, que salen y que se esconden pero que siempre están ahí. Si, además de Alabama song, tuviera que elegir otras canciones que, siempre a mi juicio, muestran esa teatralidad que estamos viendo en Bowie, escogería una canción del álbum Diamond Dogs llamada Sweet Thing. Este álbum mezcla unos temas de corte stoniano con otros que recogen un proyecto de Bowie de trabajar a partir del libro de George Orwell, 1984. Esta canción forma parte de este proyecto. Quizá no sea una de las mejores canciones de Bowie pero es una de mis favoritas.
 

Se trata de una bellísima canción que habla de miedo y de soledad. La canción empieza oscura, grave, la voz de Bowie con el piano de fondo, un solo de guitarra. Se mezcla con Candidate, un rock and roll, para volver a un sweet thing que se eleva y vuela…

 

En Young Americans, Bowie cuenta con la colaboración de John Lennon, una de las constantes fuentes de inspiración de la carrera de Bowie, una corriente de fondo. La canción escrita por ambos, Fame, supuso el primer número uno de Bowie en EEUU; además en este álbum hace una versión magnífica de Across the universe. La canción había quedado grabada en las sesiones de Let it be, la canción tenía posibilidades, eso lo veía Lennon, pero tras algunos intentos se quedó bastante plana e insulsa. Bowie, con el olfato que le caracteriza, vio que la canción tenía más recorrido. El arranque de su versión es monumental, lleno de lirismo y fuerza, la canción termina en un deje stoniano.
 

Decía que Lennon es una corriente de fondo para Bowie. Cita letras de Lennon en varias canciones, por ejemplo en Life on Mars (Lennon´s on sale again), en Young americans (I read the news today, oh boy), en Afraid (I believe in Beatles). Creo que sus discos más glam (Hunky Dory o Ziggy Stardust) están imbuidos del Lennon de Sexy Sadie, de I´m so tired, de Happiness is a warm gun… Corriente de fondo de la que salen múltiples afluentes.

 

David Bowie admiraba a Nina Simone, de ella había escuchado el tema Wild is the wind, compuesta por Dimitri Tiomkin para la película de 1957 Viento salvaje. Bowie reconocía esta forma de interpretar tan característica de Nina Simone, ese soul tan sentimental y tan teatral.  Grabó esta canción en el álbum Station to station de 1976
 
La canción es una maravilla. Empieza contenida y va desplegando toda su emoción. La interpretación de Bowie es excelente, una de sus mejores actuaciones.

 

Una canción más, la última. Otro meandro de una corriente que aparece y desaparece. En 2002 Bowie escribió Heathen, un álbum producido por su amigo Tony Visconti. El disco tenía como telón de fondo los atentados del 11-S, eso le da un tono de melancolía, de serena tristeza. En Heathen se puede escuchar: And when the sun is low/ and the rays high/ I can see  it now/ I can feel it die. Bowie declaró a la prensa que para lograr un aire oscuro recurrió a una de sus músicas preferidas, Las últimas cuatro canciones de Richard Strauss. Esta música le había perseguido durante años pero era ahora cuando verdaderamente la comprendía, cuando veía su hondura y su verdad, la hondura espiritual a la que apuntaba. Es este Bowie crepuscular, preocupado por el tiempo, que admite con serenidad la vecindad de la muerte. Ese Bowie que acepta la vida tal y como es, dice en Afraid: But I put my face in tomorrow/ I believe we´re not alone/ I believe in Beatles/ I believe my little soul has grown/ And I´m still so afraid.

En Sunday Bowie canta In your fear, seek only peace/ In your fear, seek only love/ In your fear, in your fear/ as on wings/ This is the trip/ and this is the business we take.
Hasta siempre.


 

martes, 6 de octubre de 2015

Retratos: Juana Aguilar Pazos, "la Moricha"


Era septiembre de 1936. Los pistoleros entraron en su casa, fuera, en la calle que lleva al río, esperaban los demás detenidos con la certeza de que aquello no podía acabar bien. Los fascistas del pueblo tiraron la puerta abajo y entraron en su casa sabiendo dónde encontrarlos, así llegaron hasta el dormitorio. El ruido y los gritos ya habían despertado a la Moricha y a Antonio. La mujer se abrazó al marido mientras este trataba de levantarse separándose de su mujer con un manotazo. Esta sería la última vez que la tocaría. La escopeta estaba fría, todo el frescor de la mañana de septiembre se había condensado en el hierro. ¿Cuánto duró aquello? ¿Una vida, el último grano de un reloj de arena? El fascista cogió el pomo de la puerta, la rutina de la venganza llevaba a los gritos, a los empujones, a las órdenes rápidas y contradictorias.“Fuera, cabrones”. “Que nadie se mueva, joder”. “Que fuera he dicho”. Pero esta vez, la rutina fue otra. Antonio había cogido la escopeta, fría como toda la noche, había disparado contra el fascista cuando éste entraba en su habitación. El disparo de Antonio tuvo un eco instantáneo, esta vez sin gritos, los tres compañeros dispararon contra el matrimonio casi sin ira, como si la ley de gravitación universal así lo mandase.

A la Moricha le llegó el olor de la muerte de repente. Los tres pistoleros que habían entrado en su casa dispararon llenando el aire de plomo y pólvora. El olor le llenó la boca, le recorrió las venas y le explotó en los ojos. En la sábana que tapaba a la vieja apareció una mancha de sangre, la virginidad de la muerte había terminado. Fuera, la certidumbre llegó. Los disparos en la casa de los viejos rompieron todos los engaños. “Sólo quieren asustarnos”, “¿Tu crees?”, “Digo”, “Terminará pronto, es un aviso, volvemos a la hora del almuerzo”. Los disparos abrieron un silencio, las miradas se cruzaron. Huir, salir corriendo, nos quieren matar, hijosdeputa. Los detenidos salieron corriendo lo deprisa que pudieron, unos hacia el río, otros hacia el pueblo. Esconderse, la casa de mi primo, allí estaré a salvo. Pero las balas van más deprisa que los pensamientos, y muchísimo más rápido que los deseos. La huída no llegó ni a un puñado de metros, un poco de cal cayó con el estruendo, los agujeros en la pared, sangre aún fresca, unos rostros desencajados, unas miradas que ya no miran. Los pistoleros fascistas hicieron su trabajo, mal pero lo hicieron. Lo que le habían mandado era meterle miedo a los rojos, elementos subversivos que había que mantener a raya, pero, al final, la calle que va al río se había convertido en sangre pegada en las paredes y en agujeros en la cal. Un lienzo con pegotones de sangre y agujeros. Igualmente, eso es lo que iba a quedar en la alcoba de Antonio y la Moricha. Rojo sobre blanco, blanco bajo rojo.

Tras los disparos la gente se encerró en sus casas, los postigos se cerraron para que no entrase más miedo del que se puede aguantar. Para los pistoleros ya había terminado el trabajo, era hora de ir a la taberna, el vino lava la conciencia, unos vasos y nada habría pasado, se convertiría en una aventura que se cuenta entre camaradas, hermanos de armas. Los disparos se multiplicarán conforme se vaya contando la historia, los muertos cada vez más y más peligrosos, la mala leche y el odio cada vez más extendidos. Los pistoleros vienen de Jerez y de Lebrija, pero solo los que cargan a los muertos son de Trebujena, estos últimos están dispuestos a deshacerse de los muertos pero no a matarlos.

                                                           ***

En una carretilla de obra, Juan Caro lleva los cadáveres de Antonio y la Moricha a la fosa que han excavado junto a la tapia del cementerio. El traqueteo de la carretilla acompaña el peso, las calles se empinan y los cipreses cada vez parecen más lejos. ¿Qué sería lo que vio? Tal vez un movimiento, un espasmo, la sangre demasiado localizada. El lenguaje de sus ojos se juntó con el lenguaje del cuerpo de la Moricha. Sus ojos parpadearon, tal vez un leve movimiento en la comisura de sus labios o un gemido. Los amigos le hablan: “¿Todo va bien?”, “Vaya mierda de trabajo”, “Ellos vienen pegan cuatro tiros, y nosotros nos toca llevarnos toda esta mierda”. “Sí, todo va bien”.  

Al llegar al cementerio, los compañeros de Juan ya habían cavado una fosa de casi dos metros de profundidad. Al oprobio le corresponde ocultarse, cuanto más profunda la fosa más hondo quedará el recuerdo. Juan vio cómo comprobaban si realmente estaban muertos, ¡cómo si quedara alguna duda! Unos con el estómago destrozado, otros con la mirada vacía y la boca abierta, la sangre ya seca formando mapas de países desconocidos, vísceras y ropas mezcladas. Sus amigos acercaban sus caras a las bocas de los muertos para ver si todavía respiraban, si aún quedaba algo del aliento vital en sus entrañas. A los que tenían la cara llena de sangre, le cogían la muñeca sin preocuparse demasiado si no le cogían el pulso o es que ya no lo tenían. A unos y a otros los iban rematando. Juan se demoró más de la cuenta, fingía estar más cansado que sus diligentes compañeros, se ahogaba al respirar el maldito olor que ya salía de esos cuerpos, un olor a la vez caliente y redondo que va impregnando su nariz, su ropa y que pronto ocupará todo su pasado. Una parada más. Al entrar en el cementerio pudo ver que los cipreses se movían con el viento de poniente, las puertas ya quedaron atrás, sólo quedaban un puñado de metros. Sus compañeros ya asqueados sólo querían terminar, una última parada. “Juan, ¿a qué esperas? ¿Al Juicio Final?”, “vámonos de una maldita vez”. Quizá Juan sí que estuviera pensando en el Juicio Final, quién sabe. “De estos no hay que preocuparse, están muertos como ratas”, “Yo los tiro y nos vamos”.

Juan volvió a su casa, no le dijo a su mujer donde había pasado todo el día aunque ella ya lo sabía. Jamás volverían a hablar de ese día, ni de esa noche. El silencio y el olvido quedaron en el interior de la fosa común, tierra con la argamasa de los cuerpos, ojos abiertos y ojos cerrados pero todos cubiertos por la tierra generosa.

                                                           ***

De la boca de la Moricha había salido el olor a la muerte y había entrado la tierra. Quizá sólo hubiera llegado a conocer el olor de la muerte pero no su sabor; el amargor y la acidez de ese olor no había llegado a hacerse sólido ni siquiera líquido en su cuerpo. Sus ojos abiertos estaban cubiertos de tierra, la sentía debajo de su lengua y debajo de sus uñas. Intentando desperezarse se estiró como si se hubiera despertado de un largo sueño, sus manos tropezaron con unos pies. “Antonio”, “Antonio, ¿puedes oírme?, “¿Estás ahí?”, “¡Contéstame!”. Pero ¿salían de veras palabras de su boca llena de tierra? Una fosa común es un inmenso eco, eso pensó la Moricha, vieja de la vida y joven de la muerte. Solo podía obedecer a sus manos, se agarró a un zapato, un calcetín que tapaba a una piel aún tibia, pero que no respondía. Buscó los pantalones y tiró de ellos, el cuerpo se movía en la extraña densidad de la fosa común. Tiró una vez, dos, tres, el cuerpo perezoso que se resistía a despertar se movía ingrávido. El esfuerzo de la Moricha le iba llenando de tierra su nariz, notaba los granos de arena atascándose en su garganta, juntándose con la tierra de su propio cuerpo. Éste parecía que buscaba identificarse con el resto de la fosa, con el resto de la tierra, cada vez más pesado como si la tierra hubiera sido mojada.

La Moricha acertó a encontrar los pantalones del cuerpo que yacía a su lado, de ahí subió al cinturón. Ya iba notando el vacío que la separaba de la muerte. La camisa se rasgó entre sus dedos, la otra mano alcanzó la boca entreabierta. No sabía si esa cosa viscosa era la lengua o la cuenca de los ojos. El pelo, una abundante mata de pelo, que notaba cómo se iba quedando entre sus dedos. Su rodilla en los hombros, su pie en la cabeza, su mano que toca el aire, una tierra ya difuminada. Fuera es de noche.

La boca de la Moricha se abrió como nunca se había abierto, toda la vida cabía entre sus dientes. Salió de la fosa como si fuese un fantasma, un muerto cansado de la muerte; la tierra se abrió, y sus manos apartaron lentamente la arena que pretendía volver a su cráter. Una mano fuera, la cabeza fuera, el primer hombro sale de la fosa, el otro. No para de escupir y de respirar con toda sus ganas, siente cómo el aire que viene del mar entra en su cuerpo, cómo hincha sus pulmones, cómo chirría toda la tierra que tiene en su garganta. Su vientre ya ha salido, las piernas se mueven dentro de la tierra buscando el último punto de apoyo para salir al aire. La vibración de la vida vuelve a su cuerpo marchito, apaleado por los años, casi inservible. Un estornudo le estremece, la vida ha vuelto.

                                                           ***

El único camino que tiene es el río. La Moricha tiene la piel llena de sangre y barro, se envuelve en una sábana para protegerse de la brisa de la noche. El río, allí tiene familia; el río, dos de sus hijos están escondidos en las marisma; el río, las marismas, allí estará a salvo.

Las colinas se van ondulando buscando las marismas. Doñana al frente, las cabañas de los riacheros al fondo. En plena noche los cinco kilómetros se multiplican por mil, y tiene que llegar antes de que se haga de día. Solo hay que seguir el contorno de las colinas para llegar al río, al cotodoñana. Sus familiares la pasarían a la otra banda del río, o la esconderían, o la llevarían con sus hijos. El viento que soplaba desde el mar la hacía despertar lentamente del horror que había vivido unas horas antes y de la tierra que aún tenía dentro de su cuerpo y que no le dejaba respirar. La sábana que le cubría se iba enganchando con las viñas y solo podía avanzar lentamente.
 
 

La marisma se extendía ante el horizonte, las líneas de fuga se hacían horizontales como si no existiera ninguna verticalidad en el mundo. El río, por fin. La luz del sol le infundió un torrente de energía, tenía frente a sí un horizonte en el que no se sabe bien dónde acaba el agua y dónde comienza el cielo. La choza de los Pazos. El sol saliendo y la claridad mutada en luz. Los Pazos eran familia de la Moricha, primos o primos de primos de una familia que había hecho de la endogamia su razón de ser. La Natalia gritó cuando vio a la Moricha entrando en la choza enrollada con la sábana llena de sangre, jamás olvidaría esta imagen. Toda la luz del mundo detrás de su pelo sucio y viejo, los ojos planos de quién no sabe de dónde viene. No dijo ninguna palabra al llegar, sólo se colocó en el centro de la choza y bajó la cabeza sin querer mirar a ninguna parte. La Natalia le levantó la cara a su prima y ambas mantuvieron la mirada durante unos instantes.

Cuando escuchó el grito, Dieguichi estaba preparando la barca. Corrió y entró en la choza, allí vio a la niña y a la vieja mirándose aturdidas, como si todas las palabras sobrasen o como si no hubiera nada que decir. Su voz se dejó oír, “¿qué está pasando aquí?” Al instante reconoció a la Moricha, le pareció más vieja de lo jamás pudo ser y en un momento calibró la situación. Los pistoleros fascistas, los escondidos en el coto, los vigilantes, la poca vergüenza de los del pueblo y su conformismo, su propio miedo, la distancia del frente. Al ver sus ojos pensativos la Moricha le dijo que dos de sus hijos estaban escondidos en las marismas, entre Trebujena y Lebrija o tal vez en el coto. Sabía que era una mangante, que le gustaba robar de vez en cuando, que gente de su familia había hecho contrabando y que a algunos de sus hijos les gustaba demasiado la política. Pero en su tono de voz había algo distinto, la desesperación del pez que está presto a morirse, el olor de la marisma en verano cuando el mundo está a punto de pudrirse.

La niña parecía consolar a la vieja, pero él pensaba de otra manera. ¿Será seguro? ¿Vendrán a por nosotros? ¿Nos estaremos arriesgando demasiado? Dieguichi pensó en la visita que los pistoleros fascistas, cabrones, le hicieron a su padre dos semanas antes.

-¿Cómo se te ocurra pasar a alguien más a la otra banda la vas a pagar? ¿Te estás enterando, Pazos?

El viejo Pazos asentía con la cabeza, había pasado a varios jóvenes que venían huyendo desde Trebujena, Lebrija e incluso Jerez. Desde días después del alzamiento, venían con la cara llena de fiebre y miedo deseando pasar a la otra banda. Unos querían guerrear, otros buscar el frente por Huelva y pasarse al otro bando, todos querían pasar el río y para ello necesitaban a los riacheros.

Dieguichi seguía pensando en la noche en la que pasó a los hijos de la Moricha. Pobres desgraciados. Se creían que podrían ganar la guerra con dos escopetas de caza y toda la miseria del mundo. Pobres desgraciados. Durante toda la travesía no pararon de hablar de cómo tomar este o aquel pueblo, cómo hacer que retrocedan los fascistas, cómo traer al ejército republicano por mar, por aire, por... Con el chapoteo de los remos y su mirada torva, él respondía con silencio a tanta necedad, a tanta tontería.

Seguía pensando Dieguichi en la locura en la que vivían todos, unos huyendo, otros persiguiendo y todos matando. Pensó en la gente que era como la vieja Moricha, en los discursos de los sindicalistas, en los deseos de muchos de que todo tenía que cambiar. Pensó en todo eso y en más, en lo que él podría haber hecho, en lo que no debió hacer, en qué le depararía la vida amarga. Sabía lo que la Moricha le iba a pedir antes de que abriera la boca, antes de que le mirara. También supo lo que le iban a pedir sus hijos antes de que hablaran. La Moricha miró al que era primo o primo de primo o qué más da, lo miró con el convencimiento de que le iba a decir que sí, que no había problema, que no le importaban las advertencias de la Guardia Civil y Dieguichi movió la cabeza hacia abajo. Esperó a que se hubiera hecho totalmente de noche, sin luna cruzar el río era como pasar por la laguna Estigia aunque era de la muerte de la que venían huyendo. Con la marea alta, entraba un soplo de aire fresco donde hasta hace solo un rato olía a putrefacción, a fango, al barro del que estaban hechos los que eran como él.

Cuando llegaron a la otra banda no hubo lugar ni para la despedida, ni para desearse suerte. A la Moricha le sobraba la suerte, de eso quedaba poca duda. Cuando se adentraba en el río, Dieguichi levantó la mano a modo de despedida o quizá, quién sabe, para desearle suerte. Jamás volvieron a verse.

                                                           ***

La vieja y el riachero se despidieron por la mañana, al amanecer. La vieja salió y comenzó a perderse por el gigantesco horizonte, al principio bordeando el río, después por entre las marismas. No se atrevía a ir por la vera del río, allí estaba expuesta a que la viesen los que venían del camino de Trebujena, o los que pasaran por el río. El miedo le fue entrando más hondo que la maldita humedad. Si no podía ir por el camino, la única opción era meterse por los canales de la marisma, el agua le llegaba por el pecho y el fondo no es más que fango y barro. La Moricha se agarró a un matorral y metió su cuerpo en el fango, los pies se le iban clavando en el fondo y apenas podía moverlos. Se iba agarrando de matorral en matorral para poder salir de la inmovilidad del barro. Parecía que su sangre no tardaría en convertirse en agua estancada y maloliente.

El calor iba subiendo. Aquel mediodía de septiembre el horizonte se difuminaba, la bruma de la marisma iba desdibujando la linde entre la tierra y el cielo, el agua y el cielo. Tierra que sobresale del agua y agua que se mete en la tierra, todo barro y fango. La Moricha miraba ese territorio sin fin, ajeno y hostil, que había sido parte de su vida, y que ahora agarrada a un matorral y con el agua hasta su pecho decrépito, era como un segundo entierro. Hacía un calor inaguantable, el agua de la marisma cada vez olía peor, al fondo un fango que le llegaba hasta las rodillas, La Moricha, más vieja que nunca, se quedó absolutamente quieta.

Algunos ruidos le inquietaban, y eso que solo las chicharras llenaban el aire cargado y viciado de un sonido que a nadie le parecía importar. Miraba hacia atrás, se venía una parte de la carretera a Trebujena y también de la carretera a Lebrija. Desde cualquiera de esos sitios la podrían ver. Por eso decidió no moverse, esperar la noche.
 
 

¿Encontraría a sus hijos? ¿Podría vivir con ellos? ¿Quedarse con ellos? Recordaba cómo sólo un mes antes, a principios de agosto, habían tenido que esconderse. En los días que siguieron al alzamiento, cuando el pueblo se llenó de soldados y de moros que sólo querían llegar a Sevilla, dos de los hijos de la Moricha empezaron a escuchar disparos por la noche. Quizá supieran que una de aquellas balas una noche sería para ellos. No tenían demasiado miedo, nadie en el pueblo había quemado ninguna iglesia, a nadie se le había ocurrido ocupar finca alguna ni destruir en el archivo los títulos de propiedad. A pesar de que habían oído lo que se había hecho por ahí, en su pueblo nadie había sacado los pies del plato, ahora se alegraban de que así hubiera sido. Pero en pocos días, algunos amigos habían sido apresados, otros fusilados, los más sólo desaparecidos. ¿Quiénes serán los próximos? ¿También nosotros?

La tarde anterior a su huida fue como todas, la misma cena, las mismas pocas palabras sobre la mesa. Todo como siempre. Los hijos no se despidieron, no dijeron madre danos un abrazo que nos tenemos que ir. La Moricha no los abrazó, no los miró con amor y con comprensión. Se fueron todos a la cama silenciosamente, como todas las noches del mundo.

La Moricha vio a la mañana siguiente que las dos camisas que tenían cada uno de sus hijos ya no estaban, tampoco estaban allí las mantas ni la ropa de trabajar. Solo habían olvidado una gorra de invierno, quizá la hubiesen dejado allí adrede. No tuvo que mirar en la cocina para saber que se habían llevado toda la comida que había en la alacena. Tampoco quedaba nada de dinero dentro del bote. La madre recorrió la casa con su mirada, no quiso airear la casa por temor que el olor de dos de sus hijos fuera lo último que tuviera de ellos. Se han ido, tal vez para siempre.

Se han ido al Coto, le decían todos. Se han juntao con un grupo de Lebrija. ¿Qué van a hacer? No sé, pegar unos tiros, hacer la guerra por su cuenta. Por Dios, por Dios. Recordaba la Moricha mientras el agua la iba haciendo más vieja, sus manos enrojecidas de agarrarse a los matorrales. El sol se iba por el poniente, aunque parecía que iba a convertirse en agua que sólo se mueve por la marea. El espacio se abomba, como si el sol fuera un punto de fuga, de una inercia a un espacio infinito que para la Moricha había terminado con el agua por el pecho. Pero el sol estaba allí, hacía girar todo el espacio, como si el mundo de la marisma fuera un embudo, una espiral, un remolino en el río. Sólo así se rompía la horizontalidad de este mundo, su terrible presencia que anulaba todo lo demás. El mundo se torcía hacia dentro, se giraba en un escorzo en el que podía adivinarse dolor y angustia, o simplemente capricho o azar. Con el movimiento del sol, el aire empezaba a moverse, la brisa, la marea generosa que llena de vida y sal a todo este paraje. Después de tantas horas de calor horrible y plomizo, como si pesase, de aire redondo que entra en los pulmones para salir por los poros, el aire empezó a aligerar, a moverse cargado de mosquitos que no pican a las viejas como ella. El agua estancada se llena de vida con la marea que sube, un leve contorneo anuncia que esa agua se cambia y se estanca como si fuese la vida misma. Un olor a sal se mezcla con el olor a fango y a barro, olores fríos y calientes, que no chocan sino que se mezclan como todo en la marisma, mundo híbrido y tal vez originario, como si fuera ese caos originario del que surge todo, el cielo, la tierra y el mar.
 
 

La Moricha se levantó y se puso de pie, el mundo era menos amenazante. Empezó a andar por un camino que sobresalía del agua, al fondo una casa, aunque muy al fondo, muy lejos. Tan lejos que habría que recorrer todos los horizontes posibles para llegar.

                                                           ***

Después de andar horas por aquel infinito desesperante, en la lejanía apareció un vestigio de verticalidad, un rastro de algo diferente al agua insalubre y la tierra preñada de barro. Era un punto que se movía, no se sabía si se acercaba o se alejaba, se movía. ¿Qué será eso? ¿Vendrá para acá? ¿Será peligroso, un animal o peor, un guardia civil? La boca de la Moricha se llenaba del regusto de la tierra, los dientes le rechinaban con granos de arena. Era un sabor conocido, el miedo.
 

El punto se iba acercando, no cabía ninguna duda, se iba haciendo cada vez mayor, llenándose de carne, una piernas, un andar cansino, probablemente agotado, un movimiento poco acompasado, se detiene, sigue, se detiene de nuevo, se coloca algo sobre los hombros, lo vuelve a coger, se tambalea, pero sigue, anda resuelto aunque su determinación no duraba más que un puñado de metros, bajaba su carga con gran rapidez y la cogía con la máxima lentitud, el aire entre la Moricha y el individuo que vagaba por la marisma se iba reduciendo, le oía gritar, insultar, blasfemar. La carga fue adquiriendo una forma determinada, su silueta fue saliendo de la tiranía de la horizontalidad para ir tomando su propia densidad, de los sueños a la realidad. Un hombre con otro a los hombros, iban recorriendo ese espacio desnudo y sus cuerpos se iban llenando de propiedades y características. La camisa roja, pantalones grises, gorra, la camisa blanca del que iba en los hombros, gorra el que caminaba. Iban sumándose los detalles, las botas con los cordones desabrochados. Aparecen las manos, el cuello, el sonido de las botas chocando con el suelo. La Moricha discutía con su propio miedo, ¿qué puedo hacer? No podía huir, era imposible levantar los zapatos del limo, era prisionera de aquel paisaje. La Moricha tumbada en la tierra, esperaba. 

Las figuras se van acercando, ya se oye el ruido de sus pisadas, aunque se distinguen los cuerpos no se dibujan aún sus caras ni sus manos ni sus cicatrices, todavía queda mucho de horizonte en sus cuerpos, de bruma, de marisma.

¿Quién va? El sonido cruzaba el aire perezoso, tardó en llegar porque tardó en salir por la garganta de la vieja llena de estrías formadas por los granos de tierra. ¿Quién va? Por fin volvió el sonido, Soy el de Antonio, el Mato. La Moricha tardó en reaccionar. Primero pensó en su marido, en Antonio, sí el Mato como le llamaban. No había pensado en él desde que lo llamó en la fosa y no le contestó. No había pensado en él después de llamarlo, ni en el camino al río, ni con los riacheros. Ni un segundo. Tantos años juntos o más o menos juntos para que ahora pareciera que no hubiera existido jamás. No sabía si sentía culpa, rencor, despecho. Amor seguro que no, tristeza tampoco. La Moricha pensó si no solo su boca se había llenado de tierra, también su cabeza, su memoria, sus recuerdos, su corazón. Todo estaba lleno de tierra y mar, de marisma, también ella.

Somos los de Antonio el Mato. El sonido encontró un eco en su cabeza, al principio chocó contra un rincón de su cabeza, solo después llegó al otro extremo de sus entendederas. Soy el de Antonio el Mato. La vieja no sabía si se lo habían repetido o no. Se levantó, su cara se levantó desde el suelo hasta el aire. Sí, eran sus hijos, sus hijos que habían sido escupidos y vomitados por la tierra, casi como ella misma.

Soy Antonio. A mi hermano Manuel me lo acaban de matar. La figura de su hijo Manuel fue llenándose de detalles, también de historias, caricias, de canciones. El cuerpo de su hijo se fue llenando de recuerdos, de tiempo pasado y ya ido para siempre. A mi hermano Manuel me lo acaban de matar. No sabía si se lo había repetido o que simplemente lo acababa de entender. Me lo acaban de matar. ¿Matar? ¿Quién vive? La Moricha llena de barro, no le dijo nada a su hijo, solo pudo mirarlo como quien mira al horizonte y nada pide ni nada espera. ¿Quién vive? La madre y el hijo se quedaron mirando. Se miraban como los campesinos del Ángelus de Millet, es decir, como si no mirasen nada. Al rato de no articular palabra, se fueron en la dirección que uno de ellos había cogido, no importaba quien los persiguiera por allí, el horizonte tiene eso, no importa hacia donde ir, lo único importante es no dejarse absorber por él. Y así fue como las figuras de Antonio que llevaba a Manuel en los hombros y la de la vieja se desvanecieron en el horizonte.

                                                           ***

El ruido llegó antes, disperso, difuminado, pero ruido. Constante, mecánico, insistente, cada vez más cerca. Miró hacia atrás, solo le hacía falta entornar los ojos un poco más para que los contornos se fueran transformado en una cosa reconocible, familiar y terrible, un coche de la Guardia Civil.

Al llegar al cuartelillo los separaron, a Manuel una paliza para empezar y a la madre ya se vería. Los golpes se oían en todas las habitaciones del sótano, traspasaban las paredes sucias y delatoras por unas manchas de sangre que nadie se había molestado en limpiar. Cada golpe tenía su eco en las caras de esa habitación. Dos pistoleros falangistas vigilaban a la madre. En la cara de uno, por cada golpe una sonrisa solo una décima de segundo después del impacto de la bota en la cabeza del hijoputa. El otro jaleaba cada golpe como si su ánimo fuera necesario para coger energía para el próximo golpe, sí cada golpe tenía su preparación, su concentración, su intención particular, su propia mala leche. A cada golpe le contestaba, toma ya, cabrón te lo mereces, así aprenderás. A cada golpe un juicio por el pasado, por lo hecho, era culpable no de ese golpe ni del otro, de todos, los dados y los por dar, de todos. Ya no nos joderás más, no molestarás, ni tú ni tus amigos, ¿verdad? Los dos pistoleros miraban el fondo del calabozo sin ver, toda su atención estaba concentrada en los sonidos entrecortados y crípticos como un mensaje cifrado, y ellos sabían el lenguaje que se estaba utilizando. La vieja estaba allí para demostrarles que sus jefes no confiaban en ellos, que no eran tan apreciados como ellos creían. ¿Por qué nosotros no podemos participar de la fiesta? ¡Qué cabrones!, todo para ellos, ¿y nosotros qué?

El cuerpo de la Moricha también traducía lo que estaba pasando en la otra habitación, el mensaje cifrado que pasaba por los muros ella lo descodificaba de otra manera. El chasquido se traducía en que sus ojos se cerraban a toda velocidad para abrirlos cuando el silencio traspasaba otra vez la pared, los gritos se le contraían entre la barriga y el pecho, el corazón se le detenía, el siguiente silencio se paraba en sus pulmones, aguantaba la respiración para poder resistir mejor el dolor. Su cuerpo en tensión esperaba el siguiente golpe a su hijo.

En vez de darle hostias a ese cabrón, nos mandan vigilar a ésta. Le dijo Antonio Cabral a Ernesto Cala. Antonio venía de Lebrija, allí se había labrado una fama que le precedía y que había llegado a todos los rincones de la comarca. Su brutalidad era famosa, decía que su puño era como una sandía y que la sandía se rompía en la cara de los cabrones. Ernesto venía de Sánlucar, había visto en el inicio de la guerra todo un negocio, si no que le dijeran cómo había pasado de ser un zapatero de poca monta a ser un miembro valorado de la Falange. Ahora tenía que ganar puntos e ir subiendo en la consideración de sus jefes. Aunque ni Ernesto ni Antonio era de Trebujena, sí que tenían familia allí, iban de vez en cuando, aunque en estos días de septiembre se pasaban allí buena parte del día.

¿Cómo fue lo de Antonio Cabral? ¿Fue antes la pierna desnuda que se le veía a la Moricha agachada en el suelo?, ¿fue antes la punzada en su polla?,  ¿o el aburrimiento, la envidia de los que estaban en la otra habitación demostrando lo hombres que eran? Con esta podríamos hacer algo. ¿Hacer algo? Sí, hombre, no ves que seguro que le gusta. ¿Que te la quieres follar? ¿Y tú no quieres?, no pongas esa cara que sé que tienes ganas. Ernesto no podía entender cómo Antonio podía querer violar a esa mujer cuando los golpes volvían a retumbar en la habitación de al lado. ¿Cómo puedes pensar ahora en follar? No sé cómo puedes. La mirada que le lanzó Ernesto a Antonio parecía de incredulidad aunque escondía una de asco. Cuanto más se oían los golpes, más se tocaba la bragueta, dando pruebas de que no estaba lanzando un farol. Entre los golpes, Ernesto escuchó perfectamente cómo Antonio tragaba saliva, cómo le palpitaba la sangre, como si fueran olas golpeando en el rompeolas.

Nosotros también nos vamos a divertir, no solo van a pasarlo bien estos. La voz de Antonio llegaba lejana a Ernesto, sin embargo entendió perfectamente la seguridad de su voz, su determinación. Antonio se acerco a la Moricha, le tocó el pelo con suavidad, le levantó la cara con el dedo índice y con ese mismo dedo le acarició la cara. La sonrisa en sus ojos dejaba entrever el pozo del deseo. La mujer respondía a esa sonrisa con una total indiferencia como si no fuese con ella, como si ella fuese transparente y la mirada de Antonio se refiriese a otra mujer. Sin embargo, la sonrisa mutó en mueca para que la mujer supiera que se trataba de ella, y se dio cuenta, no dijo nada pero su mirada dejó de ser transparente como si fuese su única defensa, la única opción de oposición y de opacidad.

Toda la indignación había pasado ya a cansancio. ¿Cómo te vas a follar a esta vieja? ¿No ves que es una vieja? ¿Cómo se te puede empalmar con esta? No ves que no es más que una vieja. Asco te debería dar, mira qué tetas tan caídas. Vaya mierda, no tienes a nadie mejor a quien metérsela. Ernesto le habló a Antonio con un gesto de cansancio, le daba igual qué pasara con la maldita vieja, solo quería que no la violara en su presencia, estaba cansado de tanta bestialidad.

Antonio, que todavía tenía el dedo índice sobre la barbilla, sintió que, si insistía, el poder podría vencer a la vergüenza. Sin embargo, posó su dedo sobre la nariz de la vieja y la empujo suavemente, como si la mueca de su cara ocupase todo su cuerpo.

                                                           ***

La Moricha y su hijo Antonio llevaban más de una semana en el cuartel de la Guardia Civil de Trebujena, las palizas se fueron espaciando, al principio cada día, al quinto parecía que se habían olvidado de ellos. Sólo las borracheras hacían que los guardias y los pistoleros que venían cada dos días de otros pueblos se acordasen de los dos desgraciados, cada noche de borrachera había paliza. La madre y el hijo empezaron a tener visitas, una de los Pazos, primos segundos de la Moricha, se acercó, era la prima Irene. La visita era más por obligación que por otra cosa, su madre Catalina casi la había obligado. Tienes que ir, es de nuestra familia.

Así a finales de septiembre del 36, Irene se presentó en la plaza del pueblo, era muy de mañana. El puesto de la Guardia Civil estaba en plena plaza, frente a la iglesia. Irene llamó, la primera vez despacio, al ver que nadie le contestaba decidió llamar más fuerte pero sin querer hacerse notar, deseando que nadie le contestase. ¿Quién va? La Irene, de los Pazos. ¿Qué carajo quieres aquí? Sí, sí, ¿puedo ver a la Moricha? ¿A la Moricha? ¿Cómo sabes que está aquí? Lo sabe todo el pueblo. Claro, todo el pueblo, para lo que os interesa os enteráis de todo. ¿Puedo verla? ¿Para qué? Para ver si está bien, si necesita algo, no sé. ¿Tú eres tonta? ¿Que te crees que aquí nos comemos a la gente? No, señor, no creo eso, solo que somos familia y queríamos ayudar. Venga, pasa. La Irene sentía que el pasillo del cuartelillo se aceleraba ante sus pasos, las paredes blancas, desnudas, llenas de desconchones, con manchas de humedad y con una porquería que caía a chorreones parecían que se estrechaban. El guardia se Sueve los mocos, quizá escupa. Mientras sus pies no dejan ningún ruido, los del guardia se suceden en unas pisadas que marcan el ritmo de su respiración.

Aquí es, que pareces tonta. Perdone, señor. La Irene casi no reconocía a la Moricha, su piel se había contraído en los diez días que hacía que no la veía, el pelo estaba pegado a su cara, sus ropas hechas jirones, la mirada aletargada por la claridad excesiva que entraba por la puerta abierta. Aunque el calabozo era pequeño, las dos figuras parecían no tener ninguna conexión,  el hijo estaba sentado en el suelo con la cabeza apoyada en los brazos, ni siquiera se inmutó cuando su prima segunda entró. Cuando la puerta se cerró, nadie se atrevía a decir nada. Antonio respondió a la mirada de la Irene con una total indiferencia. ¿Qué se creerá ésta? ¿Por qué viene aquí? Para contarle a todo el pueblo lo mal que estamos. En vez de ponerse a luchar, se pasan todo el día murmurando.

La Moricha salió del estado de ensoñación. La Irene, ¿eres tú? La cara de la Irene le pareció extraña, tan lejana, de otro tiempo. No sintió sorpresa alguna porque ya no tenía ninguna capacidad de sorpresa, aceptaba las cosas como iban viniendo, sin preguntarse ningún porqué, sin pedir explicaciones. La cara de la Irene no la sacó de su mutismo, de su tiempo tan apretado como la cal. Moricha, soy yo, la Irene. ¿No me reconoces? He venido para ver si necesitas algo, si estás bien. Moricha, ¿me oyes?, ¿sabes quién soy?

La Moricha oía aunque no quisiera, su coraza todavía tenía fugas, resquicios que se negaban a cerrarse. Oía aunque muy despacio. Su cuerpo le decía que la muchacha pertenecía al pasado, y que del pasado ya no había nada La Irene recorrió el calabozo con su mirada. Antonio le seguía mirando con arrogancia, el cuerpo de la Moricha arrugado sobre sí como si fuese una interrogación.

Al igual que los ojos de la Irene se acostumbraron a la falta de luz, los oídos de la Moricha también salieron de su interrogación. Le dio noticias de sus familiares, poco a poco fue reconociendo nombres, asociando caras. El mundo iba ajustándose a sus contornos, las caras, los nombres, las historias, la guerra. Mientras hablaba la Irene, las cosas iban coincidiendo consigo mismas en la mente de la Moricha.

¿Es verdad lo que dicen de ti? ¿Es verdad eso que saliste viva de la tumba? La Moricha se imaginó a sí misma… Poco a poco La Moricha iba coincidiendo con ella misma, pero cuando sus propios contornos coincidían sintió un malestar, cierta indignidad. Cierto amargor de indignidad y mucha culpabilidad, que sabe como la bilis. La Moricha se preguntó porqué le tenía que haber pasado a ella, porqué ella sí y su marido no, pero sobre todo se preguntó qué hacía ella viva, si realmente lo estaba y si lo quería estar.

La Irene retrocedió cuando se acercó Antonio. Le miró con miedo, era temor lo que sentía hacia su primo. Irene, Irene, ¿tú podrías ir a Jerez? La pregunta asustó a la prima. ¿Qué querrá de mí? Espero que no me meta en sus follones políticos. Sí, sí puedo ir a Jerez, puedo coger el autobús de por la mañana. Aunque su voz parecía segura, justo al final de cada frase la entonación bajaba por el miedo. Bueno, quiero que me hagas un favor, un favor muy grande.

Antonio habló de un coronel, un tal Matías Díaz. Lo había conocido en la mili, un par de años antes y sabía que estaba en Jerez. Antonio había coincidido en su unidad, le había tocado un destino que todos los soldados de su barracón envidiaban, el de camarero en el bar de oficiales. Allí era fácil no hacer nada y estar tranquilo, cuando llegaban los mandos y empezaban a beber no había arrestos ni órdenes a gritos, a veces, al cerrar, bebían juntos los mandos y los camareros, bromeaban, decían chistes. Las borracheras del coronel Díaz empezaban siendo magníficas, se reía con un estruendo, todo su rostro se desfiguraba. Cantaba, insultaba a todo el mundo y gritaba que era el mejor puto soldado. Tras ese punto, se desmoronaba, la borrachera le cogía y lo ponía melancólico y triste. En ese punto nadie quería aguantarlo, sólo Antonio. Primero por curiosidad de ver como los que mandaban por la mañana con esos gritos, los que se preocupaban tanto porque sus botas brillasen y estuvieran lustrosas, se derrumbaban por las noches como si se le cayeran encima todas las derrotas del mundo, las sidas y las por venir. Después casi por compasión, y al final por amistad. El coronel no necesitó muchas borracheras para reconocer en el camarero un amigo, alguien por el que sentía afecto. Antonio y el coronel solo hablaban por la noche, en el bar de oficiales, cuando ya todos se habían ido y no había nadie con quien hablar o beber. Con el paso de los meses su trato aumento, se veían de vez en cuando por la tarde, hablaban de fútbol y de lo cabrones que eran los otros mandos, también de cuánto hijoputa había en la política de este país.

A pesar de que Antonio no le había visto desde el final de la mili, sabía de sus ascensos en el ejército. Aunque conocía bien lo cabrón que podía llegar a ser, y que efectivamente era, no podía evitar imaginarlo con esa mirada necesitada, implorante, que tenía las noches en el frío cuartel de Zaragoza. Sí, le había seguido la pista. Sabía que, cómo no, estaba en el alzamiento y que había hecho fortuna bajo el mando de Queipo del Llano. Se había quedado en su Jerez natal, para que no hubiera sustos en toda la provincia de Cádiz, con todo el poder sobre civiles y militares.

Irene, ¿irás a ver al coronel? ¿Le dirás que estoy aquí con mi madre? Dile que yo no he hecho nada, que solo tenía mucho miedo, que me ayude por lo que más quiera. Dile que me fui del pueblo porque tenía miedo, que temía por mi hermano que sí era un tío peligroso, que estaba todo el día pensando en llegar al frente para pasarse al bando republicano. Sí, díselo como te lo estoy diciendo yo. ¿Me entiendes?

                                                           ***

Cuando el coronel Díaz recibió la noticia le costó solo un instante recordar a Antonio Pazos. El cabronazo, cuánto tiempo sin saber nada de él. Las correrías de aquel año y pico pasaron por su cabeza y conforme iba recordando una sonrisa entre pícara y autocomplaciente se esbozó en su rostro. ¿Cómo que está en problemas si es un tío como es debido? La Irene iba soltando la retahíla que tanto le había costado aprenderse de memoria. Se acuerda mucho de usted, dice que fueron los mejores tiempos de su vida, que él nunca hizo nada malo, nada de iglesias ni de partidos, que se fue por su hermano.

Desde que se hizo cargo de la gobernación de la comarca de Jerez era la primera vez que alguien le pedía un favor. Había puesto en orden toda su zona, los informes que le mandaba al general eran todos favorables. Por aquí ya no iban a pasar los rojos ni la madre que los parió. Había hecho del deber su santo y seña, del honor y de la obediencia a sus superiores su mayor virtud. Sí mi general, limpiaré de rojos toda esta zona, hasta la sierra si es preciso. Ah, el frente, siempre el frente, y él aquí en retaguardia, limpiando los despojos de esos malnacidos, si al menos estuviera en Sevilla, allí sí que se hacían las cosas bien hechas, y en el frente, sólo era cuestión de tiempo, le reconocerían sus méritos, su trabajo bien hecho, el deber como Dios manda, ah el frente.

El coronel Díaz volvió a la conversación, o más bien a ese ruido de fondo que era la voz de la Irene. Con un amago de movimiento de la mano, la Irene calló, su voz se iba perdiendo por los ecos de la habitación. La saliva pasando por su garganta se oía más que la sombra de sus palabras. Sus manos se juntaron y las colocó en los pliegues de su falda, bajó su cabeza y sus ojos se posaron en el suelo. La sumisión de la pobre niña casi le hace reír, pero se contuvo, no porque fuera humillante, sino porque sentía como si se rebajase ante aquella desgraciada, él el coronel Díaz.

Los pequeños senos marcados en la camisa desgastada hicieron que distrajese de la situación, incluso de su patetismo. No era ni guapa ni fea, sus ropas horribles, pero podía tener un polvo. La silueta de los senos le llevó directamente a Antonio Pazos, no pudo esconder una sonrisa por aquella asociación de ideas que hacía que la situación fuese realmente cómica. Joder, cómo nos poníamos en aquellos tiempos, no había bragas que se nos resistieran. Y ahora con los asuntos tan importantes que tenía que hacer y aquí perdiendo el tiempo con ésta. Pensó en las armas que habían requisado en el cortijo de la carretera de Arcos, ¿dónde pensarían usarlas?  Su próximo informe le preocupaba más de la cuenta. ¿Qué diría el general Queipo? No podía permitirse ningún fallo, mierda de armas, se acordó de Casas Viejas, entonces no sabían cómo arreglar las cosas, ahora...

Un giro imperceptible en la cabeza de la Irene, lo volvió a situar. El movimiento de la cabeza de la Irene era una promesa de levantarla y mirar a los ojos del coronel. Promesa que solo fueron unos centímetros, no más, lo suficiente para que la curiosidad se tornara en miedo otra vez. La sumisión arrugaba otra vez el cuerpo de la niña como si solo la humillación salvara la vida de todos. El coronel quería acabar ya con aquello, se concentró en su poder, poder de salvar y condenar a quién quisiera. Ya había condenado a todos los que quiso, pero nunca había salvado a nadie, y mucho menos un compromiso personal, un antiguo amigo que recurría a él. El poder tiene muchas caras y el coronel conocía ya casi todas. El poder del coronel se mezcló rápidamente con su justicia, con su benevolencia, su amistad.

                                                           ***

¡Qué bien, hija! Cuánto me alegro de que hayas venido a verme. La Moricha lo decía de corazón. Irenita mía, qué bien estás, qué guapa. Hacía más de diez años que la Moricha se había ido a vivir a Jerez y, desde entonces, no había vuelto al pueblo ni una sola vez. La que está bien es usted, tía, se conserva estupendamente. La Moricha vestía de negro riguroso, estaba chupada, sin carne en la cara ni en los brazos.

La Irene recordaba perfectamente aquel septiembre de guerra, ¿se acuerda usted?, se lo quería preguntar pero no se atrevía. Su cuerpo roto con forma de interrogación, los ojos ausentes. ¿Qué pasó dentro del cuartelillo? ¿Le pegaron? ¿Le hicieron algo muy malo? La Irene no se atrevía, aunque cada uno de los silencios le invitase a preguntar por aquella semana en el cuartelillo. ¿Qué le hicieron a su hijo? ¿Denunció a sus amigos? Parecía que los ojos de la vieja sabían  lo que rondaba dentro de la cabeza de la joven. Seguro que ella también estaba pensando en aquellos días. Uno de los silencios se alargó, ¿le estaba invitando a preguntar? La cara de la Irene se sumó al silencio, agrandándolo.

La Moricha vivía sola en Jerez, trabajaba en la puerta del mercado vendiendo camarones, tagarninas, caracoles. Todos los días de plaza se sentaba en una silla y ponía su pequeño puestecillo. Formando parte del escenario de las mañanas de mercado, justo a la salida, junto a un puñado de puestos exactamente iguales que el suyo y cerca de viejas que eran exactamente iguales que ella. Todo se mezclaba con el olor a pescado, que es como la vida que pronto se pudre.

La Moricha no iba nunca al pueblo, representando a la familia, la Irene la visitaba cuando podía. La joven, en esa ocasión, había cogido el autobús para Jerez, aunque tenía su dirección prefirió buscarla en el mercado, ella sabía el sitio donde se ponía. Aunque los años fueran pasando, La Irene sentía la obligación de ir a ver a su pariente, había un lazo entre ellas desde que vio a la Moricha sufrir hasta lo indecible aquel septiembre de guerra, desde que la vio rota de dolor.

La Irene llegó a Jerez, varias personas del pueblo iban a la residencia, quizá a ver a algún pariente. Las calles de la gran ciudad recorridas tantas veces, pero siempre ajenas y diferentes. El mercado, la gente, el bullicio, las flores, los caracoles vivos que iban dejando un hilo pringoso, las almejas con la lengua roja. Las viejas, sí allí están las viejas con sus puestos. La Irene las veía a todas iguales, viejas, vestidas de negro. Tuvo que preguntar. ¿Sabe usted dónde se pone la Moricha, una mujer de Trebujena? Sí, claro, la del fondo, la que está junto a la pared. Cuando se iba acercando, la figura, el rostro, la historia de la Moricha se iba haciendo presente, con una presencia incómoda, la Irene pensó en el pasado, en la guerra y lo que vino después. La vieja tenía pegado todo en su ropa, en su cara y en su vida.

Hola, tía. La mirada perdida de la vieja se posó en el rostro aún joven de la Irene. Mi Irene. ¿Cómo estás, mi niña? ¡Cuánto me alegro que hayas venido a verme! Lo decía de todo el corazón, casi con lágrimas. ¿Cómo está usted? Parece que está bien, ¿no? Ay, hija, ya son muchos años. Los silencios comenzaron pronto, después de cada uno de ellos, la frase siguiente no tenía ninguna conexión con las anteriores, como si la conversación siempre empezase de cero y terminase en cero.
 
 

Tenían razón los temores de la Irene, volvía el pasado, los malos tiempos. Detrás del último silencio, la vieja preguntó por los guardias civiles. No ya son otros, aquellos se fueron y no volvieron. Tras otro silencio, ¿sabes algo de mi hijo Antonio? La pregunta de la vieja le extrañó, ella se moría por preguntárselo. No sé nada, en el pueblo hay quien dice que alguna vez lo ha visto por ahí, por Lebrija, incluso, por Sevilla. No sé nada, sólo habladurías, ya sabe usted cómo somos en los pueblos. La Moricha recordó la última vez que vio a su hijo. Llegamos a Jerez en el camión del ejército. El tiempo se arrugaba como solo sabían hacerlo las arrugas de su cara. Llegamos a Jerez, pasaron por calles con muchos coches, el cuartel era grande, muy grande. Cuando entramos en el cuartel, avanzamos hasta que el coronel, el amigo de mi hijo, nos salió al encuentro, se saludaron con un abrazo, dando gritos y palmadas en la espalda. Mi hijo parecía muy contento, hablaban de los viejos tiempos, así le llamaban a uno de los tiempos de mi hijo que a mí se me escapaban, uno de tantos. Entraron en la casa, ellos no paraban de dar gritos, yo me senté en una silla que estaba al fondo para no molestar, el coronel hablaba de lo bien que se lo iban a pasar ahora, que aquí nadie lo comprendía, que no tenía amigos. Mi hijo le decía a todo que sí, cómo nos lo vamos a pasar, quillo. Seremos como siempre, inseparables, las tías se van a enterar quién somos. ¿Te acuerdas la tía aquella de Salamanca? ¿La de las tetas gordas? No me voy a acordar, casi me asfixia. Las risas llenaban la habitación como el humo de los cigarros. Toma fuma esto, te gustará, tabaco del bueno, no esa mierda que venden por ahí. Después de una hora o dos, el coronel dijo que tenía que marcharse, que tenía cosas que hacer. Dos días después no teníamos ninguna noticia del coronel, mi hijo lo llamó varias veces, pero el secretario decía que estaba ocupado, siempre muy ocupado. Fuimos a ver a unos parientes que vivían en el barrio de Santiago, allí nos alojamos, los días que necesitéis, no hay prisa, en estos tiempos la familia está para ayudar. Una semana después, las respuestas del secretario siempre eran las mismas. A los pocos días mi hijo me dijo que se iba, ¿adónde?, no sé, quizá a Sevilla, me han dicho que allí hay buenos negocios, ten cuidado a ver dónde te vas a meter. La mañana siguiente se fue y no lo volví a ver más.

La Moricha no le dijo nada a la Irene, tampoco ésta le preguntó, la miraba en sus silencios como si todos los silencios fueran iguales, como si todos los pensamientos fueran iguales.

                                                           ***

Después de muchos años la Moricha pensó otra vez en su pueblo, la Irene le insistía en que las visitase. Durante varios años estuvo a punto de ir a la feria de Palomares, lo tenía decidido pero al final, el día de antes, unas pesadillas hacían que cambiara de idea. Después de tantos años, ¿cómo estarán los que quedan vivos? ¿Qué quedará de los muertos? ¿Y de los que se fueron? Tal vez buscara algún tipo de reconciliación, perdonar, olvidar, ¿le quedaba tanta vida como para esperar vivirla en paz? La Moricha lo pensó bien, ¿por qué ahora?, ¿por qué no antes cuando aún quedaban más vivos? Se lo dijo a la Irene, mira niña, quiero ir a ver a la virgen de Palomares, me ha dado consuelo en estos años y se lo quiero agradecer.

Se montó en el autobús, quería hacer ese trayecto sola, sin que la Irene le acompañara. ¿Son todos los viajes iguales?, ¿es igual el de ida que el de vuelta? El paisaje sí que era igual, siempre septiembre, las viñas hechas sarmientos a punto de ser quemadas. Un tiempo circular se interponía en la distancia del tiempo, lo mismo y lo diferente, lo que quedaba lejos, muy lejos, lo que parece que no se ha ido. ¿Reconciliarse con qué? ¿Hay justicia en el tiempo?, ¿algo que no se vaya? Los recuerdos de los suyos quedaban muy lejos. Antonio, Manuel, sus otros hijos, ¿dónde estarán? Se iba poniendo cada vez más nerviosa, ¿qué estoy buscando?, ¿por qué volver? ¿Crees que vas a encontrar algo del pasado? No habías venido por miedo y ahora vienes por esperanza. ¿Esperanza de qué? ¿No es todo esto un disparate?

Ya se veía el pueblo, ¿cómo estará la marisma?, ¿seguirá igual? Pensar en la marisma la tranquilizó, sus recuerdos de infancia. La marisma volvía a su memoria, el río, el fango, las mareas. Los recuerdos se resistían, ¿Antonio? No llegaba casi a su memoria, se difuminaba, se perdía antes de llegar, ¿qué quedaba de él? ¿Los hijos?¿La guerra? No podía traerlos, estos recuerdos se resistían porque no querían volver, no querían volver a existir. La Moricha trató de tirar de ellos, se concentró pero saltaban en pedazos como una bomba olvidada. Su vida hecha jirones, ¿dónde estaba su vida?, ¿en qué parte de su memoria? No fue capaz de responder.

La Irene fue a buscarla a la parada. Era imposible pero parecía más vieja, vieja sobre vieja. Le ayudó a bajar, venga deje que le ayude, que se puede lastimar. El pueblo parecía otro, qué distinto, parece como si sus recuerdos y las calles no se parecieran en nada. La feria hacía que el pueblo pareciera haberse extendido, como una ciudad artificial, soñada, que se añadía al pueblo como un apéndice engañoso. Venga tía, es por ahí. Las caras habían cambiado, iba buscando retazos de familiaridad, que sus recuerdos encajasen con la realidad, pero las cosas son tozudas, todo había cambiado, ¿quiénes eran esos niños?, se gritaban motes que resonaban en su memoria, pero las caras y los nombres no se correspondían, las cosas se empeñaban en ser demasiado verdad y sus recuerdos en difuminarse. La Moricha se arrepintió de haber venido, tanto tiempo esperando, ¿a qué?, ¿dónde está la reconciliación? La vieja miró a la Irene, allí estaba ella, siempre se había preocupado por ella, le había cuidado, sus visitas a Jerez hacían que pareciese que recuperaba algo perdido. Ahora estaba allí la vieja, jugándose toda su vida a una carta, sin saber si de veras quería ganar, pensando que nada se puede recuperar, que su pasado se fue, que el tiempo siempre es injusto. Buscaba hilvanar su tiempo, buscarle un sentido a todo lo que le había pasado, sus pérdidas, lo irreparable, lo necesario.

Mire, allí está la tía Paula, la prima Montse, están deseando verte. ¡Qué alegría!, ¡cuánto tiempo! Sus palabras resonaban desde muy lejos, tampoco las caras correspondían a los recuerdos. Trató de ser amable, se lo decían de corazón, le habían estado esperando durante más de veinte años. Vamos a la procesión, este año han puesto a la Virgen más guapa que nunca. La Moricha era especialmente sensible a esas palabras, “este año”, “nunca”. El tiempo se encogía, se alargaba, elástico a traición, injusto para dañar, ahí estaba el presente inconexo, ajeno al pasado, más bien al revés, un pasado que busca un presente con el que reconciliarse, reconocerse, salvarse. La procesión recorrió las calles del pueblo, la gente se agolpaba, las autoridades en la cabecera, el paso de la Virgen santísima, la banda con los niños tan guapos con sus uniformes, el brillo de los instrumentos. Las marchas procesionales, los pasodobles. Después a la feria, las casetas, la familia que se reúne, todo para ella, una fiesta entrañable. Un recibimiento para la que se fue hace tanto tiempo.

En la caseta todo era bullicio, las niñas bailando sevillanas y bulerías, los gritos, el mosto. Allí estaban las primas, sus hijos e hijas, todos sabedores de su historia, todos habían escuchado el milagro que le salvó la vida, querían verla, que contara su historia, cómo fue, qué pasó. La Moricha casi sin hablar se sentó, sus huesos más viejos que ella estaban doloridos y cansados. Las conversaciones se perdían en el espacio y en el ruido, ella solo miraba, como si fuese una espectadora, ajena a los comentarios, a los mimos y sonrisas. Uno de la familia se levantó y le dijo algo a su prima, vámonos a otro sitio, ahí están esos. Se refería a que dos mesas más allá, estaban sentados un grupo de fascistas, adornados con sus triunfos de guerra, empezaron a cantar sus canciones, que el alcohol aumentaba de brío y volumen. La Moricha miró sin miedo, sin resentimiento, buscando qué sentir y sin saber si eso estaba bien o mal. Las caras nada le dijeron, muchos jóvenes, muchos viejos, ¿quiénes serán?, buscaba en sus rostros alguna historia, culpabilidades, gestos de perdón, no encontró nada. Sólo veía bocas abiertas, muecas, gestos obscenos y risas, muchas risas, y gritos, como si los demás tuvieran que saber quiénes eran ellos y porqué gritaban tan fuerte. ¿Es esto miedo? Algo familiar y terrible estaba allí, en esa caseta, no eran las insignias ni aquellos ridículos uniformes, era otra cosa. Lo reconoció, sí es él, Juan Caro estaba viejo como ella, no tan arrugado, el dolor no le había mellado el cuerpo, y quizá el alma. Tenía buen aspecto, alto, todavía fuerte, bien plantado. Lo miró con todas sus fuerzas para atraer su mirada, pero él seguía con su vaso de mosto delante y sonriendo sin parar, hacia un lado, hacia otro. La Moricha pensó en las pocas veces que se había acordado de él en todos estos años. Sus recuerdos eran nebulosos, no como todos los recuerdos, aún más, su rostro con el sol de fondo, sus gritos, su mirada intrigada. Su rostro aparecía cansado, empujando una carretilla, la carretilla donde su cuerpo pesaba como la tierra entera, su rostro vibraba, quizá el traqueteo de los adoquines y las piedras, otra vez sus gritos, ya voy, ya voy. Mientras, Juan la miraba fijamente.

Se han levantado de la mesa, además de cantar mueven sus puños altos, muy peinados, sus uniformes impecables. Juan Caro tarda en levantarse, parece cansado, su boca se abre menos. Lanza una mirada fugaz a la mesa de la familia de la Moricha. ¿Se acordará de los desconchones de las paredes?, ¿de las agujeros de las balas?, ¿de los rastros de sangre? ¿Sonarán todavía los tiros en sus oídos? ¿Brillaba en su mirada a la mesa de la familia de la Moricha algo de vergüenza, de culpabilidad? Su mirada no llevaba nada, nada, fue rápida, inocua, transparente. ¿Me habrá visto?, ¿me habrá reconocido? Juan Caro dio un paso atrás de la mesa, como si quisiera mover un poco las piernas, también sus huesos son viejos, sus piernas estarán entumecidas. La Moricha se vio a sí misma levantándose, sus piernas le llevaban hacia la mesa de los fascistas, sin poder controlarlas, casi como una autómata, había venido al pueblo en realidad para eso. Dio dos, tres pasos, al llegar al lado de Juan Caro le tocó el hombro, no había sorpresa en su cara, como si siempre la hubiera esperado. La Moricha lo miró con una mirada cristalina, sin pedir nada, le puso la mano en el hombro y aproximó su cara, una milésima de segundo después le dio un beso en su mejilla. La mirada de Juan Caro cambió, entornó los ojos tan fuerte como pudo, se daba cuenta de lo que significaba el gesto de la Moricha. Ella recibió su mirada como si un poco de reconciliación fuera aún posible. Mientras, los amigos de Juan se reían a carcajadas de ella. Se dio la vuelta y con pasos cortos volvió a la mesa de sus familiares.

Pero ¿cómo has podido hacer eso?, ¿no sabes que era un de los fascistas que mataron a tu marido? El enfado se mezclaba con lástima, pobre vieja, infeliz, ¿para esto nos hemos reunido toda la familia? Tonta, más que tonta, le decían las miradas de sus primas. ¿Qué haces? No te enteras, vieja chocha. Venían por una historia contada y recontada en las cocinas de sus casas, siempre con susurros para que nadie los escuchara y pudiera denunciarlos. Y ahora esto, la Moricha vio decepción, el pasado siempre traiciona, no sabe quedarse dónde debería estar, aparece y lo fastidia todo. Muchos de ellos se arrepentían de haber ido y se disponían ya a marcharse. La Moricha sin levantar la voz, abrió la boca, ese hombre me salvó la vida, no volvió a decir nada más. Dos años más tarde moriría en esas fechas. También en septiembre.