Con la redención del tiempo, éste
se expande en todas las direcciones: hacia el pasado y hacia el umbral de lo
absoluto. Esta nueva geometría del tiempo también nos lleva a otro límite, al límite
de la muerte. Y es que la cuestión de la muerte es uno de los puntos sobre el
que gravita la música de Mahler. Desde sus primeras composiciones hasta las
últimas, la muerte ha estado omnipresente. Desde la Canción del lamento, donde aparece la muerte como fábula o cuento, también
en la Primera donde el titán trata de
vencer a la muerte para que su vida tenga sentido, o en la Segunda donde aparecer la muerte como tránsito a la
transfiguración, o como injusticia irreparable a la vida que encontramos en la Sexta, o como realidad inminente, una
vivencia que está a la vuelta de la esquina tal como aparece en la Novena y en la Décima. Son las mismas preguntas las que resuenan: “¿qué es la
vida?, ¿qué es la muerte?, ¿existe algo a continuación?, ¿tienen la vida y la
muerte algún significado?”
Creo interesante
comenzar este comentario con el Allegro-Finale
de la Sexta, también conocida como la
Trágica. En este movimiento se produce un enorme
combate entre las ansías de vivir y la terrible presencia de la muerte, ésta se
presenta como la fuente de todo sinsentido, de todo absurdo. El combate es
terrible. En un escenario nocturno, la música enlaza motivos ascendentes, la
música vuela bajo pero la sostiene el impulso de la vida que pretende
desarrollarse, ir más allá, volar alto. Un terrible golpe de tambor corta la
música, la muerte hace acto de presencia y se cobra su peaje de absurdo, y así
las esperanzas se desvanecen. Un ritmo de marcha fúnebre marca un ambiente
obsesivo, la música se hace opaca, grave y pesada. Sin embargo, el impulso de
la vida se rebela contra este absurdo y trata de imponer un sentido. La música
empieza a respirar, se va abriendo, un optimismo en La mayor insufla fuerza,
pasión y sentido en la música. Pero los golpes del destino son más fuertes que los
que sonaban en la música de Beethoven, un segundo golpe de tambor corta todo
hálito de vida, un sonido sordo, un eco perpetuo de sinsentido, de absurdo, de
injusticia, es decir, de muerte. El fortísimo final deja claro que estamos en
el reino de la muerte, de su omnipresencia y que solo queda un destino, la
aniquilación y la muerte. La muerte aquí no es pretexto, ni danzas macabras, ni
marchas fúnebres, aquí la muerte solo es aniquilación, pura nada.
Sigamos con la Novena, una obra verdaderamente
portentosa. Se inicia con una marcha fúnebre, la más extraordinaria desde la Heroica de Beethoven, un primer scherzo
nos lanza a una serie de länders o valses austriacos, el segundo scherzo, el Rondo-Burleske, que gira entre el
absurdo, la ironía y el sarcasmo, y el último movimiento, el Adagio final, que es la música más llena
de humanidad que escribió Mahler.
La Novena Mahler desarrolla aspectos de la
muerte que van en la misma dirección que la Trágica.
Si en la Sexta Mahler lucha contra el
poder negativo de la nada, con el temor que produce el vacío, como si fuera
Jacob luchando contra el ángel, en un combate irresoluble pero necesario ya que
el héroe está obligado a luchar, porque su dignidad está en plantarle cara al
fatalismo de la muerte; en el Rondo-Burleske,
el tercer movimiento de la Novena, ya
no es un combate, ahora todo está perdido, se reconoce el imperio de lo absurdo
y siniestro. Lo mismo podría decir Karl Rossmann, el protagonista de El desaparecido, la primera novela de
Kafka: “Pero, ¿por qué? Preguntó Karl indignado. Porque no tiene sentido,
respondió el hombre”.
Pero ¿no cabe
otra salida?, ¿todo es fatalismo, nihilismo? Cuando Adorno comenta la Novena también recurre a Kafka y al
teatro de Oklahoma como metáfora de la degradación de la utopía a simulacro y
al reinado de la soledad.
Siguiendo con la
Novena. En el primer movimiento, el
tema más melancólico y añorante se va hundiendo, desmoronando y termina
aniquilado. No queda esperanza, solo pesimismo, resignación ante la nada. La
muerte es la señora. La música suena agonizando, resquicios de temas que se
niegan a quedar en el silencio pero no tienen más fuerza que las sombras.
Desesperación en la que no quedan más que ecos a los que aferrarse. Música
agujereada por el silencio frío de la muerte. Ante la desesperación, frente a la
angustia, escribe Adorno, solo queda “larga mirada que se aferra a lo
condenado, a lo perdido”.
Años después de
la muerte de Mahler, en 1928, Martin Heidegger publicó uno de los libros más
influyentes de la filosofía del siglo XX, Ser
y tiempo. Aquí Heidegger reflexiona sobre una noción de muerte en la misma
línea que hemos visto en las sinfonías de Mahler. La muerte se convierte en el
centro del análisis de la existencia humana. La muerte es la nada, el
anonadamiento del existente. El encuentro con la muerte es el encuentro con el
abismo de la nada. El acierto de Heidegger es poner la muerte en el horizonte
de la vida, esto es, colocar la muerte en la economía de la vida. Así la muerte
es “mi más fundamental y extrema posibilidad que contiene la imposibilidad de
mi existencia”. Sobre mi carácter de mortal, sobre mi propia muerte, Heidegger
señala la total certidumbre de ese saber, si hay algo que sé con total
seguridad es la de mi propia muerte, en eso consiste ser mortal. Pero además de
la certidumbre, de mi carácter mortal Heidegger deduce otra consecuencia. La
muerte no es un momento que vendrá en el futuro, es, principalmente, un modo de
ser, por eso, el Dasein, el que existe, es un “ser para la muerte” (Sein zum tode).
La muerte es el
encuentro con la nada y nosotros somos los mortales, los que sabemos de la
necesidad de ese encuentro con la nada. “El estar vuelto hacia la muerte es
esencialmente angustia”. La angustia es el encuentro con la nada. La angustia
no tiene objeto definido que la produzca ya que tiene como objeto el no objeto,
la pura nada. Pues bien, para Heidegger, dado que mirar a la muerte es su modo
de ser, la angustia es el principal sentimiento del Dasein o existente, es más,
toda la afectividad, todo el espectro sentimental procede de la angustia. La
angustia es el motor sentimental del que sabe que va a morir, de ahí la
tristeza, soledad, desesperación…
Para Heidegger,
la estructura del tiempo procede de la relación con la muerte. El sentido del
tiempo depende de la relación con la muerte. Por estar abocados a la muerte, el
futuro, el “todavía no” se abre para poder contener los proyectos del
existente, sus posibilidades de ser de una forma u otra. Al ser mortales somos
seres abocados al futuro, estamos hechos
de tiempo.
Pero de la
relación con la muerte no solo se deduce la estructura del tiempo, también se
constituye el sí mismo. Solo el mortal, al hacerse cargo de su muerte, al
asumir esa condición, hace que podamos tener un ser propio, que la existencia
sea dueña de sí misma. Solo el que se sabe mortal puede ser dueño de su vida
finita y efímera. El existente se forja y se constituye en su pugna contra la
muerte segura.
De la reflexión
de Heidegger nos quedamos con estas ideas: la identificación de la muerte con
la nada, la angustia como el encuentro con la nada y la idea de que la estructura
del tiempo y la fundación del sí mismo proceden de la relación con la muerte. Mahler se ajusta a esta noción de
la muerte no solo en la Sexta y en la
Novena, también en la Décima. Así en el primer tiempo de su
última sinfonía, la música va avanzando hasta que se encuentra con un terrible
acorde de diez notas cercano a la atonalidad que imprime un sello de
disonancia, de clímax tétrico. Las máscaras de la muerte rompen el progreso de
la música, imponen la angustia ante el asalto de la nada, la desesperanza ante
un sinsentido lanzado a bocajarro.
Cuenta Alma la
impresión que le produjo a Mahler asistir desde la ventana del hotel de Nueva
York a un desfile por la muerte de un bombero. El golpe de tambor que
escucharon vino seguido, dice Alma, de “un silencio de muerte”. La impresión
fue tan fuerte en el músico que lo usó en el último movimiento de la Décima sinfonía.
En el Finale, la música intenta avanzar,
quiere ir tomando vuelo, expandirse, pero cada vez que va cogiendo horizonte el
golpe de tambor con su resonancia de muerte la para en seco. Por cinco terribles
veces el tambor deja una estela de muerte y desolación. Se trata de uno de los
movimientos más siniestros de toda la producción de Mahler. La presencia de la
nada, de la muerte, pesa como en ningún otro lugar mahleriano; la angustia
modula todo el arco emocional que permite la música, desde lo lírico a lo
grotesco; ningún sentido resiste a la muerte y parece que resignarse a ella es
nuestra única tarea posible.
Pero ¿todo es
fatalismo?, ¿todo es nihilismo?, ¿se puede salir del gobierno de la muerte? Como
este Mahler, Tolstoi diría que no se puede escapar del nihilismo, así dice en La muerte de Ivan Ilich:”… todo es lo
mismo: (…) la conciencia de que la vida se va inexorablemente y que no acaba de
irse, y siempre está esa terrible y odiosa muerte que se acerca, la única
realidad y la única mentira. ¿Qué importancia podían tener los días, las
semanas y las horas del día?”.
Pero para Mahler
hay algo más. Después de los golpes de tambor y de que suene otra vez el
endiablado acorde casi atonal que ya apareció en el primer movimiento, hay una
coda en el Finale de la Décima que está en Fa sostenido mayor.
La música va avanzando en horizontalidad, las notas se van alargando, se
despide de la vida con amor, ya no hay lugar para la angustia. La mano de la
música se va despidiendo del mundo, acaricia las cosas que nos fueron fieles,
el cabello de los seres amados. El tacto de la música es cálido, acogedor. La
muerte se presenta con otras máscaras, ahora hay lugar para la generosidad. La
música levanta el vuelo no para ir más allá de la muerte, sino para desplegar
una serenidad, para abrazar la vida con un amor infinito. El fortísimo clava
las uñas en la vida, amándola con desesperación.
En esta coda
aparece otra idea de la muerte y de cómo la música la afronta. La música asocia
la muerte a la fragilidad, a la compasión, y no a la nada y al absurdo.
Emmanuel Levinas le criticaba a Heidegger que su análisis de la muerte
basculase siempre en torno a la propia muerte y que excluyese a los demás.
Ciertamente, Heidegger opina que no se puede construir un concepto existencial
de la muerte a partir de la muerte de los otros porque la muerte me visita
personalmente como la sombra de mi vida. Levinas sostiene que Heidegger
identifica a la muerte con la nada porque privilegia la relación con la muerte
propia. Pero según Levinas, nuestro acercamiento más primario a la muerte es
con la muerte del otro. Esta es la experiencia más originaria de la muerte. El
otro siempre está ahí en el momento de la muerte, ya sea la mía o la de él. Con
la muerte, dice Levinas en Totalidad e
infinito, “no estoy frente a la nada”.
La muerte del
otro nos lanza una pregunta sin respuesta que es sumamente importante por dos
razones. La primera porque la conciencia de mi muerte es la participación en la
muerte de los demás. La muerte del otro me abre a mi propia muerte, me hace
testaferro de mi propio carácter de mortal. El horizonte de mi mortalidad se me
hace presente con la muerte del otro que me asalta, que me pregunta y no me
responde.
La segunda razón
de la importancia de esta pregunta de la muerte del otro estriba en que gracias
a esta experiencia se constituye el yo mismo. En Heidegger, el existente puede
construirse un ser propio en base a sus proyectos cuando se hace cargo de su
propia mortalidad. Sin embargo, en Levinas, el lugar de la muerte cambia. No es
por mi propia muerte, sino que es la muerte del otro la que instituye nuestro yo
y nuestra responsabilidad. Yo me constituyo como mi mismo ante la presencia del
Otro, el detonante de esta transferencia de humanidad es la muerte del otro.
Por tanto, la muerte
no me coloca ante la nada; si mi muerte me planta ante la nada, la del otro me
sitúa frente a mi mismo. Así que “la muerte no puede quitar todo el sentido a
la vida”
Si la
experiencia más originaria de la muerte, la del otro, no es un enfrentarse ante
la nada, entonces no es la angustia la que marca el tono afectivo del existente.
En el planteamiento de Levinas la angustia se torna compasión, piedad, empatía,
también la “culpabilidad del superviviente”, en cualquier caso un abanico
sentimental que gira en torno al otro y mi compromiso hacia él.
Si en Heidegger
se concibe el tiempo a partir de la muerte, en Levinas es al contrario. Otra
vez Totalidad e infinito, “ser
temporal es, a la vez, ser para la muerte y tener tiempo, ser contra la
muerte”. El tiempo no viene dado por mi carácter mortal, por mi limitación de
tiempo, el tiempo se define por mi apertura a los demás. El tiempo, mi yo
remite a la relación con los demás.
Retengamos del
planteamiento de Levinas varias ideas. El enfrentamiento con la muerte no es el
encuentro con la nada, la angustia no es el sentimiento central de nuestra
afectividad, la muerte no es el origen del tiempo.
En otro libro, Dios, la muerte y el tiempo, Levinas
define al ser humano como “desinterés y adiós”. Mahler quedaría fascinado con
esta definición. El ser humano es un adiós, es una despedida. La humanidad de
cada uno de nosotros no es algo que tengamos de por sí, sino que es algo dado,
transferido, otorgado por otro. Este gesto gratuito de dar humanidad es el
adiós, el gesto que se da con la muerte del otro.
Hablábamos antes
de la coda del Finale de la Décima, lo mismo podríamos decir del Adagio final de la Novena. La música de la muerte deja de ser negativa para tornarse
en positiva, de la muerte según Heidegger a la muerte según Levinas, de la
angustia ante la nada al adiós que comparte la humanidad con los otros, de una
música que mira a la nada a otra que nos mira a nosotros. Como muy ha visto José
Luis Pérez de Arteaga al comentar esta sinfonía en su libro sobre Mahler, es
una música que habla de compasión, de piedad y de humanidad. Esto es lo que da
esta música un efecto tan catártico, tan vital, tan humano frente la
adversidad, frente a la mayor de las adversidades, la muerte.
Este adagio final es largo y cálido, tiene
voz grave y tono tranquilo. La música se va despidiendo, la vida llega y se va
en forma de olas, que cuando las abrazamos se escapan. Es una historia de
muerte, pero la muerte no es la señora, ahora es la vida que se va y se
despide. Mahler está frente a la muerte, pero no la mira de frente, no ve la
nada; Mahler se gira y nos mira a nosotros y se da a nosotros. La música... Los
vientos dan la lejanía de la vida que se va, las cuerdas dan la cercanía de la
vida que no quiere irse. “¡Vivir por ti, morir por ti!”, Mahler dejaba escrito en
la partitura un mensaje para Alma, pero nos lo está escribiendo a todos
nosotros. Porque la música es un discurso de amor, de darse al otro, su muerte
es nuestra muerte y su vida es nuestra vida. Las cuerdas suenan cada vez más
distantes, sin embargo las notas son más largas. La muerte no es el juez del
sentido de la vida, nuestra vida se redime en la vida de los demás y para ello
es necesario darnos a los demás, dar nuestra muerte a los demás. La música
recoge las arcadas de vida que quedan, la música acaricia las cosas del mundo, a
los que ya se fueron y los que quedan. La muerte va entrando por los resquicios
de la música, que se va deshilachando, los huecos cada vez son más profundos y
más fríos. Las notas también se alargan. La música se va, pero se revuelve,
mira otra vez hacia atrás en un interminable adiós.
No es como en el
relato de Joyce, “Los muertos”, en el que Gabriel, el protagonista, mira hacia
“esa región donde moran las huestes de los muertos”, mientras tanto nieva en
Irlanda; se trata, más bien, como en el Lido de Venecia, en la playa, donde
Gustav von Aschenbach lanza su última mirada hacia Tadzio y, entonces, le
parece que “desde lejos, el pálido y amable muchacho le sonreía y le saludaba”.
Sí, en la playa,
donde el mar de muerte y angustia golpea el cuerpo de Mahler, donde nota como
el frío de la muerte le golpea las
piernas, donde el horizonte solo es sombrío y aterrador, donde la brisa huele a
nada y a frío. El horizonte de la muerte se hace cada vez más cercano, amenaza
con abrazar a Mahler y hacerlo desaparecer. La mirada de Mahler está centrada
en ese horizonte que se va acercando. Pero su mirada se hace larga, generosa,
amplia porque Mahler deja de mirar al horizonte y nos mira a nosotros. La
música se hace adiós, se hace humanidad.
Al final, la
marea sube y el horizonte se hace frío.
En
recuerdo a DBR.
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