Si queremos
situar nuestro problema, tendríamos que empezar por darle la razón a Todorov en
su ensayo el Elogio del individuo.
Este autor caracteriza el Renacimiento, no como una vuelta a la antigüedad,
sino por un fenómeno que hunde sus raíces en el final de la Edad Media y que
eclosiona en el siglo XV, se trata de la aparición del individuo. Es en la
pintura flamenca donde se pueden seguir las huellas de este fenómeno, es en la
pintura de Robert Campin, de Jan van Eyck, de Rogier van der Weyden, con su
realismo individualizado.
Ya tenemos al individuo en liza, en esta entrada trataremos
cuestiones relacionadas con el retrato, esto es, a qué noción de subjetividad
remite el retrato y cómo se relacionan la representación y el sí mismo de la
subjetividad. Nuestro recorrido comienza con Ghirlandaio y terminará con
Picasso.
En 1490 Domenico Ghirlandaio hizo un retrato a Giovanna degli
Albizzi Tornabuoni, este retrato pertenece a la colección del museo Thyssen.
Giovanna murió dos años antes de parto, acababa de cumplir 20 años. El retrato
de Ghirlandaio subraya tres aspectos del personaje: la belleza de su figura,
las joyas de su boda con Lorenzo y su religiosidad apuntada por el devocionario
y el rosario de la derecha.
Proponemos una mirada sobre el
retrato de Giovanna. Ghirlandaio retrató en esta tabla a una mujer que murió
muy joven y que pertenecía a una de las familias florentinas de más postín, los
Tornabuoni. El cuadro muestra varias tensiones. El personaje se presenta con
inocencia, con ingenuidad, el pintor ha resaltado el encanto y la gracia de su
rostro; pero a la vez, la determinación de la mirada le da seguridad, dignidad
y porte al personaje. La representación insiste en la belleza física, pero no
se queda en el físico, la mirada directa le da una honestidad que revela una
personalidad limpia. Ghirlandaio sabía lo que quería la familia Tornabuoni con
este retrato póstumo. Por una parte, el retrato muestra una presencia del
personaje que se destaca sobre el fondo oscuro, pero, por la otra, el retrato
marca una distancia y una lejanía del mismo personaje. El recuerdo de un ser
querido que se fue.
Pero, en el retrato, ¿dónde está
Giovanna?, ¿quién es?, ¿cómo es? La representación nos muestra un personaje
esquivo, que elude mostrarse. Y esto por varias razones. La mirada recorre el
cuadro, empieza por el traje amarillo, Ghirlandaio lo sabe y pone ahí la
inicial del nombre del esposo, Lorenzo. Los ojos van subiendo por un cuello
extremadamente largo y lineal, los rizos dorados, el rostro hermoso bañado de
luz. Se detiene en la belleza de Giovanna, uno de los rasgos que subraya el
pintor. Después la mirada baja de forma acelerada por la izquierda, se detiene
en las dos joyas, una colocada en el fondo y la otra cuelga del cuello, son las
joyas de la boda, el acontecimiento más importante en la vida de la retratada.
La mirada sigue en horizontal, del rojo de las joyas al rojo del vestido, y de
ahí asciende por la derecha, del libro de las horas al rosario, aquí la
representación alude a la virtud y a la devoción del personaje. El recorrido de
la mirada termina en el cartel, en el que Ghirlandaio recurre a un epigrama de
Marcial: “¡Ojalá pudiera el arte reproducir el carácter y el espíritu! En toda
la tierra no se encontraría un cuadro más bello”. Ghirlandaio pretende
representar al personaje en su apariencia y en su carácter, pero el pintor se
pierde en su tendencia descriptiva. La riqueza de los vestidos, el peinado, las
joyas; y, además, su insistencia en la belleza del personaje y en su virtudes
de buena esposa y de buena cristiana. El personaje queda diluido entre todo
esto.
¿Dónde está Giovanna? ¿Quién es? Al
ser un retrato póstumo bascula entre la voluntad de idealización, que muestra
las bondades del personaje y que lo presenta como carente de presente, de
inmediatez y de vida; y la voluntad de permanencia e inmutabilidad que no
pretende representar al retratado como un persona viva que se relaciona con el
mundo, sino como alguien que no puede cambiar, que es ajeno al mundo. El
resultado es, otra vez, que el personaje queda sólo aludido en la
representación, ésta sólo toca al individuo tangencialmente, se le muestra sólo
parcialmente. El retrato se queda en la apariencia física y en sus características,
pero el personaje, su vida psicológica, queda meramente apuntado.
El retrato de Ghirlandaio resume las
innovaciones del retrato del Quattrocento. Un retrato conmemorativo, con
pretensiones meramente descriptivas, que muestra a los personajes de forma
idealizada. Frente a este modelo de retrato, Leonardo propone el retrato
clasicista. Además de representar físicamente al personaje, el retrato confiere
un sentido de vida a las imágenes por medio del movimiento y de la expresión.
La composición se centraliza y se unifica para mostrar la personalidad del
retratado. Por tanto, si en el Quattrocento el retrato tiene un sentido
descriptivo, el retrato clasicista tendrá un sentido dramático, hay que dejar
actuar a la personalidad del retratado.
Leonardo
pretende representar, como decía él,
“los mecanismos del pensamiento”. Para entender esto piensen en La
última cena, donde cada personaje muestra la expresión de una sensibilidad
o de ánimo; el fresco analiza cómo se exteriorizan estos sentimientos.
El proyecto artístico de Leonardo es
conferir vida a los retratos, y lo hace captando las emociones, los afectos,
los sentimientos que se dan en un momento determinado. Decía Pope-Hennessey
que, en la Gioconda, a Leonardo no le interesa ni el carácter ni la
personalidad del retratado, sólo captar ese instante de vida, las emociones, y
su dramatización; esa vida psicológica que palpita en un instante. El personaje
que aparece en este retrato, a diferencia del de Ghirlandaio, es un personaje
vital, que vibra, que late en sus sentimientos y afectos, una subjetividad
fragmentada en los instantes, en el presente más absoluto.
Desarrollando las ideas de Leonardo,
Rafael cambia la relación entre la representación y la subjetividad. Ahora
interesa, no tanto la captación instantánea de la subjetividad, como los
elementos más permanentes del carácter o personalidad del individuo. El retrato
está concebido como una imagen psicológicamente fiel que se basa en un análisis
del carácter del personaje. Si a Leonardo le interesaban tanto los sentimientos
como su dramatización, a Rafael le interesa el carácter y la personalidad del
individuo, esto es, la forma de ser permanente de una subjetividad.
Fíjense en el extraordinario retrato
del cardenal. Fíjense en su rostro. Si en la Gioconda encontramos un
ritmo, cierto oleaje, una oscilación contenida que expresa el misterio de esta
mujer a la que Leonardo trataba constantemente de hacer reír, en el cuadro de
Rafael el misterio deja paso a una expresión más fuerte y directa, dura y
rotunda. En los ojos del cardenal, en sus labios, en su nariz, encontramos un
carácter que nos habla de inteligencia, de poder, de cierta malicia, de
constancia y perseverancia. Troppo vero. Esta transición de lo instantáneo a lo
permanente lo encontramos también en el maravilloso retrato de Castiglione.
Rafael realiza un profundo análisis psicológico del personaje; lo que Leonardo
vislumbraba, Rafael analiza. Se nos abre el yo del personaje, su subjetividad
singular. La representación, con su lenguaje particular, es la encargada de
mostrar ese nuevo ámbito que es el yo.
Durero desarrolla las ideas de
Leonardo en un sentido diferente que Rafael. Al igual que Leonardo, Durero está
en la pugna por la reivindicación del artista moderno, pero, a diferencia del
florentino, Durero interpreta esta pugna en la clave del autorretrato. Ningún
artista se había preocupado tanto por este género como el artista de Nuremberg.
Se le conocen alrededor de una decena de autorretratos, desde que tenía 14 años
hasta poco antes de su muerte. En ellos reivindica una condición social más
elevada, pero, más significativo a nuestro propósito, es su reflexión sobre el
acto de creación artística y sobre la originalidad del mismo. En 1500 fecha un
autorretrato realmente sensacional, se presenta el artista de modo frontal y en
total concentración, con una iconografía antes reservada a la figura de Cristo.
Nada más lejos de la realidad que considerar este autorretrato como un acto
blasfemo, en realidad es lo contrario. Durero está apostando por una
identificación mística del artista con Dios, dicho de otro modo, el poder de
creación del artista procede del poder divino. El arte no es algo intuitivo,
descriptivo, sino que es un acto intelectual de origen divino.
Las reflexiones sobre el acto
artístico continúan en la obra de Durero; trata esta cuestión en uno de sus
grabados más famosos, Melancolía I. A partir de la teoría de los
cuatro humores (que correspondían con cuatro tipos humanos: el colérico, el
flemático, el sanguíneo y el melancólico), Durero realiza una reflexión sobre
el carácter melancólico y saturnino del artista moderno. Esto implica una
meditación sobre las facultades mentales implicadas, la importancia de la
geometría y la inspiración que eleva al artista.
Si a Rafael le interesaba la
subjetividad del retratado, a Durero le interesa su propia subjetividad. En una
ocasión, Erasmo de Rotterdam señaló que Durero “lo pinta todo, incluso aquello
que no se puede pintar: el fuego, la luz, el trueno..; los pensamientos, los
sentimientos, al fin y al cabo, el alma humana que se manifiesta en la imagen
del cuerpo; incluso la voz misma”. Lo que nos interesa a nosotros es mostrar
cuáles son esos “pensamientos”, esa topografía del “alma humana”. En Durero
confluyen sus reflexiones sobre su propia subjetividad con reflexiones sobre el
artista moderno, sobre la melancolía, sobre la experiencia religiosa, sobre la
noción de genio. Con otras palabras, el autoanálisis le lleva a un sí mismo que
reflexiona sobre estas experiencias. El sí mismo, el yo es para Durero un
ámbito de experiencias, un tipo de reflexiones que le llevan a sí mismo.
Panosfky, al final de su libro sobre
Durero, comenta una anécdota que puede iluminar las diferencias a las que
estamos apuntando entre Rafael y Durero. Durero recibió un dibujo de Rafael que
conservó como oro en paño durante toda su vida, aunque posteriormente se ha
sabido que el dibujo no salió de la mano de Rafael sino de su taller. Pero no
nos equivoquemos, en el fondo Rafael no engañó a nadie, le mandó una muestra de
su lenguaje, de su tipo de representación, aunque Durero siempre pensó que
había salido de la mano del artista italiano. Mientras que para uno lo
importante era el sistema de representación capaz de entrar en la subjetividad
del retratado, para el otro lo relevante era que procediera de la subjetividad
del artista. Dos enfoques bastante diferentes.
Todas estas experiencias del yo que
estamos viendo en Ghirlandaio (una subjetividad fugaz), Leonardo (la emoción y
el sentimiento de un instante), Rafael (el carácter y la personalidad) y Durero
(el yo como ámbito de experiencias) son tematizadas y teorizadas en una teoría
del yo. Y esta la encontramos al final del siglo XVI en un libro realmente
extraordinario, los Ensayos de Michel de Montaigne.
Estamos en 1570, Montaigne tiene 37
años y se siente viejo. Se encierra en la torre de su castillo y reflexiona
sobre sí mismo. Rodeado de una biblioteca circular se vuelca sobre sí mismo. Al
igual que Rafael y Durero, se adentra en la subjetividad, gira la mirada a sí
mismo.
La imagen del yo
que nos da Montaigne es una subjetividad temblorosa, vacilante. Su
característica fundamental es su inestabilidad, el yo siempre está en constante
cambio, no es una identidad cerrada, no tiene una forma sólida ni constante,
sino que está permanentemente en cambio y en movimiento. Es más pasional que
racional y su libertad es muy limitada, por tanto, se trata de una subjetividad
débil. Un yo demasiado cercano a la locura, como mostró el mejor lector de
Montaigne, Shakespeare.
Es un yo abierto, no narcisista. Un
sí mismo no ensimismado, sino abierto al mundo y a sus experiencias. Un yo que
se pierde y que necesita reencontrarse a través del mundo es un yo que se forma
al reflexionar sobre sus experiencias, en este sentido es muy parecido a lo que
decíamos de Durero, un yo como un ámbito de experiencias y reflexiones. Es un
yo abierto a los demás, a los otros, al propio cuerpo, al mundo. Un yo, por lo
tanto, que rehuye del solipsismo y que se forma a posteriori a través de sus
reflexiones y experiencias.
El yo, para Montaigne, es
inaprehensible, no puede captarse totalmente a sí mismo, cuando pretende autoconocerse
se escapa como arena entre los dedos. La única mirada sobre sí mismo solo puede
hacerla en el presente, un yo que no es más que un torrente de conciencia solo
puede captarse a sí mismo en el instante del presente. Al igual que Leonardo,
la única forma de captar a este yo vital es el instante, el fogonazo del
presente.
Montaigne escribe sobre su yo, sobre
sus reflexiones y experiencias porque el lenguaje, la escritura es la que muestra y la que puede asir, la que
enseña y sostiene al yo. El yo de Montaigne se despliega en sus escritos, éstos
muestran las reflexiones sobre los mil temas que le preocupan, muestran sus
experiencias, sus obsesiones, sus miedos. Es la escritura la que da sostén a la
subjetividad, la que le procura consistencia, solidez: “yo soy la materia de mi
libro”.
Por tanto, y a modo de resumen de lo
dicho desde Ghirlandaio a Montaigne, el problema consiste en la relación entre
la representación y la subjetividad. La respuesta de Montaigne viene a ser la
siguiente: una subjetividad débil y una representación débil que se necesitan y
se requieren mutuamente, un yo que necesita del retrato y del lenguaje para
sostenerse, y un retrato que es un lenguaje que se alimenta del yo, que lo
muestra tan incompleto como lo es el propio yo.
Pronto la relación entre la
representación y la subjetividad cambió radicalmente. Este cambio viene con los
autorretratos de Rembrandt. Desde su juventud hasta 1669, el año de su muerte,
Rembrandt pintó alrededor de noventa autorretratos entre pinturas, grabados y
dibujos. La pregunta parece clara, ¿por qué Rembrandt se pintó tanto a sí mismo?
El pintor hizo autorretratos desde
sus inicios en Leiden; en la década de 1630, ya en Amsterdam, se pinta
disfrazado, haciendo muecas, con una mirada arrogante y orgullosa. En la década
de 1640 sigue esta tónica. Es muy probable que esta profusión de autorretratos
en estos años se deba a la existencia de un mercado y una demanda de cuadros en
los que el pintor se pinta a sí mismo mostrado su estilo, su técnica y sus
extravagancias.
Pero en torno a 1648, sus
autorretratos cambian profundamente, cambia radicalmente la representación de
sí mismo. Durante sus últimos veinte años de vida, Rembrandt cambia la mirada
de sus autorretratos. Una mirada taciturna, extrañada, reflexiva. Sus retratos
van adquiriendo una gravedad, cierto peso. La carnalidad de su rostro va
teniendo cada vez más importancia en unos retratos que van mostrando cómo el
tiempo va pasando.
Es preciso hacer una advertencia.
Los autorretratos de Rembrandt no conforman su autobiografía, el conjunto no
forma una visión homogénea y, principalmente, como dice Kenneth Clark, no
podemos seguir los hechos de la vida de Rembrandt a través de sus autorretratos.
No es una autobiografía, no se reflejan las respuestas del pintor a los hechos
que marcaron su vida.
Para iluminar, en alguna medida,
esta cuestión de los autorretratos proponemos un rodeo. René Descartes publicó
en 1637 el Discurso del método en Leiden, la ciudad natal de Rembrandt.
En este escrito y otros sucesivos, Descartes fue esbozando su teoría del yo,
teoría que se oponía a la que Montaigne había mantenido más de medio siglo
atrás. Si el yo para Montaigne era débil, pasional, dubitativo, para Descartes
el yo es sólido, poderoso. Si, para el primero, el yo es inaprehensible, sólo
captable en el presente y en la
escritura, para el segundo, el yo se capta a sí mismo en la verdad más
absoluta, “pienso, luego soy”, y rige su vida desde la razón y la libertad. Es
un yo dominador, ávido de control, y al igual que Fausto, con una voluntad de
superar sus límites.
El yo para Descartes es distinto al
cuerpo, “yo era una sustancia cuya total esencia o naturaleza es pensar, y que
no necesita, para ser, de lugar alguno ni depender de ninguna cosa material. De
manera que ese yo, es decir, mi alma por la cual yo soy, es enteramente
distinta del cuerpo...”.
Por tanto, un yo poderoso,
racional... y espiritual. Descartes articula el funcionamiento del yo señalando
que este yo es una sustancia. Significa esto que el yo-sustancia es lo que
mantiene nuestra identidad, lo que no cambia con el tiempo, el verdadero centro
de gravedad de nuestra subjetividad. Este yo-sustancia realiza o lleva a cabo
actos de conciencia, esto es, piensa, imagina, desea, actúa, etc., todo estos
son los actos del yo, actos que remiten al yo que les da identidad. Por ello,
el yo no se puede reducir a estos actos de conciencia, es un a priori de los
mismos. ¿Cuál es el aire de familia entre Descartes y Rembrandt?
Volvamos a la cuestión antes
planteada: ¿por qué hizo Rembrandt tal cantidad de autorretratos? En lo
referente a los autorretratos de los últimos veinte años, creemos que lo más
razonable sería pensar que el pintor está haciendo un ejercicio de autoanálisis
o autoindagación, esto es, una mirada
reflexiva que responde a un pregunta por sí mismo. Pero lo interesante es
indagar qué tipo de autoanálisis, sobre qué tipo de subjetividad y a qué tipo
de experiencia de la subjetividad responde.
Rembrandt introdujo en el retrato y
en el autorretrato la cuestión de la verdad. No tiene ningún sentido comparar
dos autorretratos de Durero y preguntarse cuál de los dos es más verdadero, ni
preguntarse sobre la verdad de uno de sus autorretratos. El virus de la verdad
inoculado por Descartes y por Caravaggio, cambia la noción de autorretrato. La
subjetividad, el yo permanente se convierte en el referente de la representación,
la verdad de la representación remite a la adecuación con un yo previo y a
priori.
En estos últimos autorretratos,
señala Kenneth Clark, el artista “descubre unos caracteres, que suelen ser
fragmentos del propio carácter del autor. El rostro de Rembrandt sigue
mostrando variaciones, incluso cuando ya ha dejado de engalanarse y de montar
escenas, pero son todos rostros del mismo hombre. Son muchos los estados de
ánimo -trágico, resignado, humorístico, introvertido, extrovertido-, pero es el
mismo rostro”. Podríamos dar un paso más en el análisis de este crítico, y así
decir que son muchas las representaciones, pero es el mismo yo.
Rembrandt hace una descripción de su
yo, pinta un conjunto de representaciones que remiten a un yo permanente pero
que no lo agotan. Al igual que Descartes, el yo sustancia no se agota en sus
actos de conciencia, es anterior e irreductible a ellos. La representación no
puede agotar al yo-sustancia. El pintor holandés descubrió la radical
incompletitud de la representación con respecto al yo que da identidad, que
subyace bajo toda la actividad del yo.
Si bien Leonardo pretendía captar un yo fragmentario en la emoción
instantánea, la instantaneidad del autorretrato en Rembrandt no puede captar de
forma total a un yo permanente.
En la época de las vanguardias, la
relación entre la representación y la subjetividad volvió a cambiar. En lo
referente a la subjetividad, la filosofía del último tercio del siglo XIX y del
siglo XX ha criticado al yo de Descartes por su autosuficiencia y excesivas
pretensiones. Esta crítica ha sido desde todos los puntos de vista: por su
incompetencia para entender la importancia del cuerpo (Nietzsche,
Merleau-Ponty); por desconocer la importancia del inconsciente (Freud); por no
reconocer el carácter constitutivo de la intersubjetividad (Habermas); por su
ignorancia del lenguaje (Wittgenstein); por su inocencia sobre la importancia
de las estructuras sociales (Marx, Foucault); por su ceguera hacia el mundo
(Husserl); por su cerrazón hacia el otro (Levinas); por su incapacidad de
articular el tiempo (Heidegger, Ortega); por su miopía hacia la memoria
(Benjamin). El resultado ha sido una disolución del sujeto, un desfondamiento
de ese yo sólido, robusto y con una faústica vocación de poder.
El correlato del yo cartesiano en el
arte, vía Rousseau, fue la figura del
genio. Este yo estético también saltó por los aires. Primero fue Keats con su
crítica a la figura del poeta, después tanto Pessoa como Machado dieron la
puntilla a ese yo romántico, creador y unívoco.
Cuando Gertrude Stein mostró su
descontento por el retrato que Picasso le había hecho, el artista le respondió
solemnemente: “No te pongas así, mujer; ahora no pareces mucho, pero ya te
parecerás”. Félix de Azúa en su Diccionario de las artes, desarrollando
ideas de Baudelaire , apunta, en entrada “Caricatura”, que “la caricatura es el modo dominante de la
expresión artística del siglo XX”. El carácter de la representación viene dado
por la impronta de la caricatura, esto es lo que marca su relación con la
subjetividad disuelta. “Una nueva `semejanza´ cuya verdad no está en la Idea,
ni en el sujeto representable, ni en el objeto representado. Está sólo en la
propia y autónoma pintura. La distancia entre el modelo y la copia se vuelve
infinita (...): el infinito de la caricatura es un infinito negativo. El modelo
debe hacer todo lo posible para asemejarse a su caricatura”. Por tanto, la
representación se vuelve autónoma en la época de las vanguardias, se vuelve
autosuficiente con respecto a la subjetividad representada. Es más, la
representación se vuelve el sostén, la articulación y la arquitectura de un
sujeto que se ha desfondado. Con Picasso se entra en un paradigma radicalmente
contrario al que veíamos en Rembrandt. Si con el último, la representación
adquiría realidad por su apelación a la subjetividad absoluta, con Picasso y
las vanguardias, es la representación absoluta lo que confiere realidad a un yo
disuelto.
Para terminar, lo juro, sólo queda
un paso. En la época del arte postvanguardista, la representación ha perdido su
carácter absoluto, su pretensión de verdad se ha ido disolviendo. La caricatura
se ha quedado solamente con su forma negativa, una máscara desenmascarada, y
nada más. La subjetividad se ha hecho líquida, débil, pero lo mismo le ha
ocurrido a la representación. Ninguna otorga realidad a la otra, y, sin
embargo, en su nulidad, una se apoya en la otra, en su debilidad, una permite
el acontecer, ese acceso de realidad, a la otra.
Con todo esto a nuestras espaldas,
miro de nuevo a Giovanna. Al igual que en nosotros, veo una subjetividad que se
dispersa en sus experiencias, que no tiene solidez ni robustez; al igual que en
nuestro tiempo, veo una representación sin pretensiones de verdad, solo buen oficio, un buen saber hacer. Veo el cuadro y me acuerdo de Marlow
y de Lord Jim, y creo poder decir: Bienvenida, Giovanna, eres una de los nuestros.
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