Turín,
8 de enero de 1889. Franz Overbeck llega a la ciudad en busca de su amigo
Nietzsche. Éste lleva varios meses en la ciudad, pero tras unos meses de
actividad intelectual frenética en los primeros días de enero da muestras de
una preocupante salud mental. El día 3 de enero en la Piazza Carlos Alberto se
ha abrazado a un caballo, desde entonces ha escrito varias cartas llenas de
demencia y delirio. El día 8 entra Overbeck en su habitación, lo ve acurrucado
en el sillón con las pruebas de imprenta de Nietzsche contra Wagner entre las manos. El propio Overbeck
nos narra este instante: “Se precipitó
sobre mí, me abrazó con ardor y volvió convulsivamente a sumergirse en el
extremo del sofá. Empezó a cantar en voz alta, a tocar furiosamente el piano, a
bailar y a saltar haciendo contorsiones; luego volvió a hablar con una voz
indescriptiblemente reprimida, de cosas sublimes, admirablemente claras e
indeciblemente espantosas acerca de sí mismo, considerándose el sucesor de Dios
muerto”.
Es posible que en los últimos momentos de
lucidez en el manicomio de Jena quizá recordara lo que unos años antes escribió
en una carta a su amigo Peter Gast: “¿De qué sirve tener razón contra él? ¡Cómo
si con ello se pudiera borrar de la memoria esta amistad perdida!”. En eso quedó
Wagner, en una obsesión.
Con respecto a
la primera crítica, habría que decir que Nietzsche dejó de ser totalmente
wagneriano muy pronto, en 1873 escribió Verdad y mentira en sentido extramoral.
En este texto rompía el centro de gravedad de la teoría del drama wagneriano
que había dado en su libro. En este, Nietzsche sigue a Schopenhauer al
considerar la música como el lenguaje perfecto y adecuado para acceder a la
voluntad, al torrente vital, la voluntad se manifiesta directamente en el
lenguaje de la música, no en el lenguaje representacional del habla. La música
no es un lenguaje representativo por esto puede acceder al centro de lo real y
así traspasar el mundo de los fenómenos. Wagner abrazó gustosamente esta teoría
y la adaptó a sus intereses, de esta manera la música permite la expresión
perfecta y total de los sentimientos humanos, con la música podemos establecer
la orografía y la geografía de los sentimientos y pasiones.
Siguiendo el
hilo de la música como verdad del ser, Nietzsche establecía la economía del
drama musical. Tanto la tragedia griega como el drama musical wagneriano tienen
dos partes: el coro es poseído por el dios, la orquesta es capaz de manifestar
los verdaderos sentimientos y pasiones que mueven la trama y a los personajes;
por otra parte, tanto el coro como la orquesta se vuelcan, se transforman en
una visión apolínea, el drama escénico. A ambos pasos les llama Nietzsche “una
transformación mágica”, pues bien, esta transformación se puede producir por el
rango de verdad que tiene la música, el espíritu de la música permite llegar al
núcleo del ser, al abismo dionisíaco y, después, traer a la luz de la escena
tal verdad.
Todo este
edificio se derrumba estrepitosamente cuando en el texto antes señalado
Nietzsche dice que en el lenguaje “no coinciden las designaciones y las cosas”,
“no es una expresión adecuada de todas las realidades”, que “el lenguaje no
procede de las esencias de las cosas”, y que, por tanto, “la cosa en sí es
inaprensible”. Y esto es tal para todo lenguaje, no existe un lenguaje
primigenio ni originario, o dicho de otra manera, no hay relación originaria
entre signo y el significado, el lenguaje no conduce a ninguna esencia; la música,
pues, no tiene el rango de verdad que le daba Schopenhauer, Wagner y el joven
Nietzsche. La música no es el lenguaje que puede retroceder al lenguaje a un
estado originario, no nos lleva a la esencia del mundo, ni es una reproducción
del mundo, la música ya no supone “filosofar en sonidos la esencia del mundo”,
como todavía escribe en la Cuarta Consideración
Intempestiva. Wagner supera los límites de sentido del lenguaje, la música
no supone una revelación de algo distinto de sí, el significado de la música no
nos lleva a algo distinto de la propia música.
De la misma
manera, la música pierde su carácter exclusivo en lo referente a ser el espejo
de las emociones fundamentales, no muestra directamente la dinámica
sentimental, la evolución, desarrollo de las pasiones, sus combinaciones, su
química profunda. Wagner pretendía en sus dramas mostrar el devenir, la lógica
de las pasiones, hacerlas patentes, mostrar sus obstáculos, su resolución, en
fin, en hacer transparentes el interior sentimental de los personajes. También
aquí la música pierde este carácter de verdad, este rango de hacer transparente
este magma sentimental. La música, como escribía en Humano demasiado humano, ya
no es “el lenguaje del sentimiento”.
Si el lenguaje
musical pierde estos galones, la música como verdad queda como, dice en este
texto, “ilusiones que se ha olvidado que son metáforas que han quedado gastadas
y sin fuerza sensible”. Si el lenguaje solo es metafórico, si queda como una
“traducción de dos esferas absolutamente diferentes”, no cabe hablar
propiamente de verdad en el arte.
Esta pérdida del
carácter verídico de la música, de su espíritu, también se resiente la
arquitectura interna del drama musical. Lo dionisíaco late tanto en el coro de
la tragedia como en la orquesta de la ópera, tanto en uno como en otro, lo
dionisíaco se vuelca, se vierte, da lugar a lo apolíneo; esta traslación de
sentido, de contenidos metafísicos o sentimentales, solo son posibles si la
música cumple su función schopenhauarina de ser la transmisión directa de cómo
es verdaderamente el mundo y nosotros mismos.
Si la música de
Wagner no tiene esa propiedad, si no confiere verdad, ¿en qué queda? En El caso Wagner lo dice claramente, en
pura teatralidad, en puro efectismo, en “gesto teatral”, en “retórica teatral
al servicio de una psicología pintoresca”. La música torna en espectáculo
vacuo, en “arcilla dramatúrgica”. Música pretenciosa y vacía, ínfulas para la
masa, “efecto, nada más que efecto”.
Si la música es
puramente teatral y efectista, el artista ya no es el genio, Wagner ya no es el
genio en el que convergen el impulso dionisíaco y el apolíneo, ahora no es más
que un actor, es un seductor, “es el más tenebroso de los oscurantistas”;
Wagner como charlatán. Del genio romántico que encontrábamos en El nacimiento de la tragedia no queda
nada. “Toda actividad del hombre, no solo la del genio, es compleja hasta el
asombro, pero ninguna es un milagro”, escribe en Humano demasiado humano. Del genio wagneriano, de su carácter
visionario, solo queda “superstición”. Es un farsante que vende profundidades
metafísicas como si fueran pócimas milagrosas que consumen las masas fácilmente
impresionables. Y es que la figura del genio está unida necesariamente con las
masas, la cultura del genio necesita la sociedad de masas ya que el artista no
es más que un actor, un farsante, un personaje de sí mismo. La crítica de
Nietzsche al genio como actor tendrá un largo recorrido en el arte del siglo
XX, pensemos en la creación de personajes como Dalí, Duchamps, Walhol, Pollock,
etc.
¿Qué queda del
arte después de esta depuración metafísica? ¿Qué queda del arte sin el sustento
de la verdad, del genio? ¿Qué queda del lenguaje del arte reducido a retórica?
¿Cómo es el arte posromántico? El arte responde a la voluntad de apariencia.
“El arte vale más que la verdad” porque el arte trata de la apariencia, de la
mentira, de la ficción, del engaño, de las metáforas. El arte no es más que
creación de apariencias en un mundo de apariencias. Como dice en Nietzsche contra Wagner, este arte
consiste en “adorar las apariencias, creer en formas, sonidos, palabras”.
Esta primera
crítica Nietzsche toma a Wagner como un experimento para criticar la noción de
verdad. Y tiene como conclusión que la obra de arte romántica, el drama
wagneriano, queda sin ningún fundamento. No puede apelar al genio, como hacía
Kant, ni su carácter metafísico, a su condición de verdad originaria, a la manera de Schopenhauer. El rey va desnudo.
La segunda
crítica que hace el Nietzsche maduro a Wagner recorre buena parte de sus libros
desde Humano demasiado humano en
adelante. Se trata de “las objeciones fisiológicas”. Esta fisiología del arte
supone mirar al arte desde la vida, adoptar esta óptica que traduce y valora el
arte en función de su efectividad para la vida. ¿Qué es la vida? “Lo que define
a un cuerpo es esta relación entre fuerzas dominantes y fuerzas dominadas”
escribe Deleuze en su Nietzsche y la
filosofía. La vida es voluntad de poder, centro vital del que surgen las
fuerzas inconscientes que forman el campo de fuerzas que supone nuestro cuerpo
y nuestra vida. “En un cuerpo, las fuerzas dominantes o superiores se llaman
activas, las fuerzas inferiores o dominadas, reactivas”. La salud consiste en
la preeminencia de las fuerzas activas, en su jerarquía. El sentido de todo fenómeno remite a una jerarquía de
fuerzas, a la distinción entre salud y enfermedad; por todo esto, Nietzsche se
esfuerza en buscar “los presupuestos biológicos” de esta música, como escribe
en El caso Wagner. Otra vez utiliza
Nietzsche a Wagner como experimento, en este caso hace de Wagner un síntoma,
qué fuerzas son las que están detrás de las óperas wagnerianas, a qué tipo de
voluntad responden y también por qué se convierte Wagner en una enfermedad.
Empecemos con
los síntomas. Wagner nos propone una experiencia, la música nos lleva a lo que
hay detrás del mundo de los fenómenos, nos lleva al torrente de vida que supone
el mundo como voluntad, “el individuo debe consagrarse a lo suprapersonal”,
este es el verdadero “retorno a la naturaleza” del Romanticismo, señala
Nietzsche en la Cuarta Consideración.
La experiencia radica en lanzarse al abismo, en la disolución de la
individualidad en el fondo del mundo, en el infinito. Al final de su vida
lúcida, Nietzsche dio una metáfora para esta experiencia místico-musical: la
melodía infinita de Wagner nos lleva a “nadar”. Al buscar una música sin
sentido rítmico, con su ambigüedad tonal, con su obsesión por la expresividad,
Wagner nos lleva a esa experiencia ingrávida de sentirse arrastrado hacia lo
infinito, como Isolda, como Parsifal, como Brunhilda, como Wotan…
La inseguridad
tonal, rítmica, estructural conduce a un estado de desasosiego, de
inestabilidad, también de intensidad a partir del movimiento de las pasiones,
del desarrollo desaforado de los sentimientos. El principal síntoma de Wagner
es la sobreexcitación que todo esto supone, Wagner agita las pasiones hasta
“destrozar los nervios”, los excita una y otra vez, piensen en el segundo acto
de Tristán e Isolda, los sacude una y
otra vez buscando el anhelo infinito, como en Tanhauser o en El holandés,
o usando unos métodos cada vez más agresivos, como esa mezcla de sexualidad
exuberante y castidad que hay en Parsifal,
o de sexualidad creciente y constantemente interrumpida de Tristán e Isolda.
Esta excitación
musical tiene detrás una mecánica de las fuerzas, de los instintos vitales, de
las pulsiones que constituyen la vida. En La
gaya ciencia, Nietzsche explica cómo se produce el efecto saludable de la
música en lo referente a estas fuerzas inconscientes que hilvanan la vida, “la
música como fuerza para descargar los afectos, para purificar el alma, para
suavizar la ferocia animi”. Pero esto
es el quehacer de la música sana, no de la música tóxica de Wagner; su
excitación constante, su retardo, su conversión en anhelo infinito, su ansia de
infinitud, de disolución en el abismo hace que las fuerzas se separen de lo que
pueden, de su potencia, de su efectividad vital; Wagner hace que la voluntad de
poder no tenga su manifestación en el mundo, al no realizar las pasiones, sino
retardarlas, al no realizarlas, sino alimentarlas en una sobreexcitación casi
insoportable, Wagner alimenta a las fuerzas reactivas que escapan de la acción
de las fuerzas activas. Wagner pone a cien la máquina del deseo sin darle una
salida, sin darle una resolución.
En Wagner como
síntoma, Nietzsche estudia el desarrollo de las fuerzas en la conciencia
estética como un laboratorio, un experimento, un anticipo del desarrollo de
estas fuerzas en la conciencia moral, fenómeno que estudiará en la Genealogía de la moral. Si en este libro
el primer paso es el estudio del resentimiento, en el caso de Wagner como
síntoma será el estudio de la hiperexcitabilidad como un fenómeno de separa las
fuerzas de lo que pueden, de desactivarlas en su operatividad vital.
En la Genealogía de la moral, el segundo
estadio es la mala conciencia, en Wagner como experimento, en el desvelamiento
de su carácter tóxico, podemos seguir con La
gaya ciencia cuando señala que los instintos separados de lo que pueden
pasan a ser “potencias almacenadas que
se hacen autoritarias, irracionales, indomables, que aprenden a dominar a otros
instintos en cuanto instintos”. Traducido al román paladino, las fuerzas se
vuelven hacia dentro, contra sí mismas; las fuerzas al perder su resolución,
cambian de sentido y de dirección, se reinteriorizan provocando un desorden
pulsional, que multiplica el dolor y lo interioriza. Mientras que en la
conciencia moral este es el fenómeno de la culpa y el pecado, en la conciencia
estética es el fenómeno de la histeria como un desarreglo fisiológico. Fuerzas
desatadas, sin dirección, opuestas entre sí, pisándose entre sí, anulándose
entre sí, enloquecidas como impulsos caóticos. Estos impulsos se disuelven
anárquicamente perdiendo su capacidad activa y tornándose en fuerzas reactivas.
Si en la Genealogía de la moral el tercer paso es
el ideal ascético como un intento fallido de salir de la mala conciencia hacia
un trasmundo salvador; en la genealogía del arte wagneriano, también hay un intento de redimir a un espíritu que tiene “los
nervios destrozados”. La salida que propone Wagner va desde el ideal de lo
sublime, como tentación metafísica de alcanzar la verdad del ser y que
Nietzsche señala como deudora del planteamiento idealista hegeliano, o como el
anhelo de trascendencia del Parsifal
como continuación del planteamiento cristiano. Tanto en un planteamiento como
en otro, Nietzsche afirma rotundamente que la música como un fuerte “narcótico”
que promete paraísos artificiales como un mero aturdimiento para poder escapar
de una situación insoportable. Ya sea como hachís, ya sea como borrachera, el
narcótico ofusca y embriaga para hacer soportable esta situación de malestar
producido por unas fuerzas que tras el desorden han perdido su vigor, son
declinantes, fruto de la fatiga. Pero la melodía de Wagner es infinita, como lo
es su anhelo, así el narcótico de la música trata de activar unos nervios cada
vez más cansados con unos estímulos cada vez más fuertes, como el drogadicto
que cada vez necesita una dosis más fuerte para sentir un bienestar cada vez
más lejano, así es la música de Wagner.
El diagnóstico
de la enfermedad Wagner es la histeria que en El caso Wagner la define por su “afectos convulsivos”, su
“hipersensibilidad”, “su gusto por las especias cada vez más fuertes”, “su
inestabilidad”. Esa excitación permanente y excesiva conlleva una
hiperirritabilidad que hace que las reacciones sean incontrolables, esta
“contradicción fisiológica”, de aquí los casos patológicos de los héroes y
heroínas wagnerianos.
El resultado del
experimento Wagner o Wagner como caso será una crítica a la Modernidad, esto
es, Wagner como el “diagnóstico del alma moderna”, este es el sentido de hacer
a Wagner un experimento. Así al escribir sobre la histeria, dice Nietzsche que “nada es tan moderno como esa
enfermedad general, ese retardo e hiperexcitabilidad de la maquinaria nerviosa,
Wagner es el artista moderno per
excellence”.
Otros autores
también han visto la importancia de esta excitación del deseo y de la histeria.
Freud, siguiendo a Nietzsche, define la histeria como un ejemplo de neurosis,
así considera la histeria como el estado más apartado de la salud psíquica y al
caracterizar a esta escribe: “el último fin de la actividad psíquica, que desde
el punto de vista cualitativo puede ser descrito como una tendencia a conseguir
placer y evitar el dolor, se nos muestra, considerado desde el punto de vista
económico, como un esfuerzo encaminado a dominar las magnitudes de excitación
actuantes sobre el aparato psíquico e impedir el dolor que pudiera resultar de
su estancamiento”. Y sobre la actualidad del planteamiento nietzscheano de la
histeria, cabe señalar la importancia que le da Lipovetsky a la excitabilidad y
movilidad del deseo, a la histeria del deseo movido y conmovido en cada campaña,
en cada producto, en cada anuncio, así “la publicidad contribuye a agitar el
deseo en todos sus estados, a instalarlo sobre una base hipermóvil”; este autor
habla del “deseo estructurado al igual que la moda”.
Nietzsche seguirá
sacando conclusiones de Wagner como síntoma, “el arte de Wagner es enfermo”,
Wagner, el principal artista moderno, condensación de la Modernidad estética,
es “el prototipo de décadent”. En el laboratorio de Wagner Nietzsche estudia
algunos fenómenos que después amplia a la cultura occidental, vimos el caso de
la crítica a la verdad y ahora estamos ante el caso de la decadencia. Ya en el
prefacio de El caso Wagner Nietzsche
remarca esta conexión, Wagner conduce a la reflexión sobre la décadence, entendiendo a esta como “vida
empobrecida”, como “voluntad de acabamiento”, como “una moral que niega a la
vida”. La decadencia esconde una moral de esclavos, una venganza de la propia
vida, una voluntad de desprenderse de sí mismo, de negarse a sí mismo. Por todo
esto, “Wagner es nocivo” y es que “Wagner resume la modernidad”.
La décadence nos lleva a un principio más
general, a la noción de nihilismo, el verdadero marco donde encuadrar la música
de Wagner. La música de Wagner como arte decadente es un arte que no soporta la
vida tal y como es, no tiene ninguna tolerancia al dolor y al sufrimiento,
tiende a escapar de la realidad, inventarse un trasmundo para poder hacer
tolerable la vida, el abismo como vía de escape, la disolución de la vida
individual; pero al hacer del infinito una salida, Wagner hace del deseo una
actividad delirante que termina en la convulsión de la histeria, esa enfermedad
compulsiva.
El nihilismo de
Wagner se puede ver claramente por su obsesión por la redención, “la ópera de
Wagner es la ópera de la redención”, su leitmotiv principal, la necesidad más
imperiosa de sus personajes, el anhelo más profundo de sus óperas. Pero
Nietzsche sabe que todo esto no es más que alucinaciones de un enfermo, estados
febriles de una enfermedad llamada nihilismo. No, la vida no es así, la vida no
necesita de redención, la vida es inocente. No necesita de redención porque no
es culpable, la vida como un lanzamiento de dados, como un niño que juega, es
inocente. No necesita redención.
“En el mundo no
hay ni fuera ni dentro”, escribía en Humano
demasiado humano. En la vida no hay un fuera ni un dentro, solo hay dentro.
El nihilismo, esa enfermedad de buscar fueras por no saber vivir.
La tercera
crítica de Nietzsche a Wagner y a sí mismo es la inexistencia e imposibilidad
de la música dionisíaca, toda música es apolínea, o dicho de otro modo, el
Nietzsche maduro rehabilita y reivindica a Apolo y cambia la relación entre lo
dionisíaco y lo apolíneo que había establecido en El nacimiento de la tragedia. En esta obra hay una contradicción
entre lo dionisíaco y lo apolíneo, esta oposición se resuelve a partir de una
solución dionisíaca que tiene una expresión apolínea en el drama. En el coro y
la orquesta late el dolor y el frenesí del abismo dionisíaco, mientras que en
drama escénico se ofrece la visión apolínea; Apolo aparece para rescatar al
individuo de la desmesura de lo dionisíaco, pero es Dionisos el que vivifica y
da sentido a la vida de los hombres.
Pero no, no hay
música dionisíaca, es imposible la manifestación directa de Dionisos, toda
música es lenguaje (musical) que, como vimos en la primera crítica, no tiene
ninguna relación directa, como pretendía Schopenhauer, con la realidad
extramusical. El único abismo que reconoce el Nietzsche maduro es el que hay
entre el signo y el significado, el lenguaje, la música no es el medio
transparente, no es una intuición directa de ninguna cosa en sí, la música no
tiene un significado directo, no remite directamente ni a la pasión, ni a los
impulsos vitales, ni a los sentimientos. Todo lenguaje, y también como tal la
música, se basa en metáforas y en ficción. No hay música en la que lata el
fondo vital, que vibre en el abismo del que surge toda vida.
La música
necesita, requiere para su mera posibilidad, formas y ritmos. Recordemos que la
música wagneriana, que es amorfa y arrítmica, solo es efectismo, teatralidad,
engaño, pretensión de profundidad y, sin embargo, vacua, música que excita al
deseo y que lo va alentando hasta que degenera en patología, hasta que provoca
toxicidad en la vida.
Para el
Nietzsche maduro Dionisos se reconcilia con Apolo, se complementan, ya sabemos
que cuando Apolo viaja al norte con los hiperbóreos en invierno, Delfos era el
hogar de Dionisos. Ambos se necesitan, el fondo dionisíaco de la voluntad de
poder, origen de las fuerzas que entrelazan nuestro cuerpo, se manifiesta y se
refleja en el lenguaje de Apolo, en las apariencias. No se identifican, hay una
reciprocidad de carácter agonal o de oposición, no hay síntesis posible, no hay
una expresión unívoca entre la voluntad de poder y las apariencias, siempre hay
un componente de interpretación. Apolo y su voluntad de apariencia proceden de
la sublimación de lo dionisíaco. En todo caso, Dionisos y Apolo se requieren
mutuamente en el acto de creación que supone la actividad artística.
Apolo ofrece la
legalidad del estilo, la forma y el ritmo, una voluntad de estilo. Para
Nietzsche, esto suponía una reivindicación del arte clásico en contraposición
al arte romántico, una estética clásica en contraposición a la estética de la
decadencia, una reivindicación de Bizet frente a Wagner.
Dionisos
necesita de Apolo y todo arte es apolíneo en la medida en que es un lenguaje,
porque la vida es inventar formas y ritmos. Decía Nietzsche en Verdad y mentira en sentido extramoral
que el hombre “vive sobre lomos de un tigre”. Vivir es inventar formas y ritmos
que impongan un orden sobre el caos de la existencia, formas que permiten la
canalización de las fuerzas activas. Vivimos sobre los lomos de un tigre, la existencia
consiste en poner orden, en hacer reglas, proyectos, metas que nos permitan
vivir sobre los lomos de un tigre, del tigre del azar y del caos. Sánchez Meca
ha estudiado esta función de la vida de poner orden en el caos, de buscar
regularidad, equilibrio por medio de una voluntad unificadora que permita una
autorregulación de la existencia dentro del caos. Esta música permite “bailar”,
verdadera experiencia dionisíaca. Por el contrario, la música de Wagner con su
falta de estructura general, su inseguridad tonal, su falta de arquitectura, su
ausencia de estilo nos hunde en el caos, produce una sensación de impotencia y
de debilidad y conduce a la histeria.
La cuarta y
última crítica de Nietzsche se refiere al carácter de la música. Para Wagner la
música siempre es dramática, narrativa; antes de conocer a Schopenhauer, la
música remitía al texto, a los diálogos, después Wagner pretende reflejar la
voluntad de vivir que está detrás de los sentimientos y pasiones de los
personajes. O bien la música apela al drama escénico o bien la música remite al
drama del movimiento pasional de las escenas o los personajes, en todo caso
siempre es una música dramática. Con el Nietzsche maduro la música cambia
totalmente de carácter al romper toda posible representatividad del lenguaje de
la música. Se lee en Humano demasiado
humano, “en sí ninguna música es profunda y plena de significado, no habla
de la voluntad ni de la cosa en sí”. La música nada significa, es un lenguaje
que no remite a ninguna instancia fuera de sí misma. Por eso frente a la música
dramática que tiene un significado, Nietzsche propugna la “música absoluta”,
esto es, “una música en la que todo se entiende en seguida sin más ayuda”.
La música no es descriptiva, no es
narrativa, no remite a ningún referente extramusical, no es drama, es solo
música y nada más que música.
La música
absoluta no solo se opone a la pregunta por el significado, también se opone a
la pregunta por la expresión. “Lo espressivo
a cualquier precio, la música reducida a servidumbre, a la esclavitud de la
pose: eso sí que es el final….”,
escribe en Nietzsche contra Wagner.
La música no tiene la referencia a los sentimientos, no es el lenguaje
originario de los sentimientos.
Habría que
esperar varios años a que se fuera imponiendo la música absoluta. Después de la
cuarta sinfonía Mahler renunció a la música programática, aunque su música fue
expresiva hasta el final. Strauss afirmó que “el programa no es otra cosa que
un pretexto para la expresión puramente musical y la plasmación de mis propias
emociones, y no una descripción musical de hechos concretos de la vida
corriente”. Habría que esperar a la segunda escuela de Viena para que se
impusiera la música absoluta de la que hablaba Nietzsche.
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