jueves, 4 de septiembre de 2014

Nietzsche: la crítica a Wagner


Turín, 8 de enero de 1889. Franz Overbeck llega a la ciudad en busca de su amigo Nietzsche. Éste lleva varios meses en la ciudad, pero tras unos meses de actividad intelectual frenética en los primeros días de enero da muestras de una preocupante salud mental. El día 3 de enero en la Piazza Carlos Alberto se ha abrazado a un caballo, desde entonces ha escrito varias cartas llenas de demencia y delirio. El día 8 entra Overbeck en su habitación, lo ve acurrucado en el sillón con las pruebas de imprenta de Nietzsche contra Wagner entre las manos. El propio Overbeck nos  narra este instante: “Se precipitó sobre mí, me abrazó con ardor y volvió convulsivamente a sumergirse en el extremo del sofá. Empezó a cantar en voz alta, a tocar furiosamente el piano, a bailar y a saltar haciendo contorsiones; luego volvió a hablar con una voz indescriptiblemente reprimida, de cosas sublimes, admirablemente claras e indeciblemente espantosas acerca de sí mismo, considerándose el sucesor de Dios muerto”.

Es posible que en los últimos momentos de lucidez en el manicomio de Jena quizá recordara lo que unos años antes escribió en una carta a su amigo Peter Gast: “¿De qué sirve tener razón contra él? ¡Cómo si con ello se pudiera borrar de la memoria esta amistad perdida!”. En eso quedó Wagner, en una obsesión.

 Si El nacimiento de la tragedia fue un libro que fundamentaba el arte de la ópera wagneriana, la crítica a este libro va a ser la piedra de toque de Nietzsche para separarse del engranaje wagneriano. De este libro Nietzsche servía en bandeja a Wagner varias teorías que necesitaba el músico: una teoría del genio, una teoría del drama musical y una teoría de la obra de arte. En nuestra exposición vamos a señalar cuatro críticas a la música de Wagner, cuatro críticas que tienen como finalidad destruir el edificio teórico que Nietzsche le había dado a la música wagneriana en su primer libro.

Con respecto a la primera crítica, habría que decir que Nietzsche dejó de ser totalmente wagneriano muy pronto, en 1873  escribió Verdad y mentira en sentido extramoral. En este texto rompía el centro de gravedad de la teoría del drama wagneriano que había dado en su libro. En este, Nietzsche sigue a Schopenhauer al considerar la música como el lenguaje perfecto y adecuado para acceder a la voluntad, al torrente vital, la voluntad se manifiesta directamente en el lenguaje de la música, no en el lenguaje representacional del habla. La música no es un lenguaje representativo por esto puede acceder al centro de lo real y así traspasar el mundo de los fenómenos. Wagner abrazó gustosamente esta teoría y la adaptó a sus intereses, de esta manera la música permite la expresión perfecta y total de los sentimientos humanos, con la música podemos establecer la orografía y la geografía de los sentimientos y pasiones.

Siguiendo el hilo de la música como verdad del ser, Nietzsche establecía la economía del drama musical. Tanto la tragedia griega como el drama musical wagneriano tienen dos partes: el coro es poseído por el dios, la orquesta es capaz de manifestar los verdaderos sentimientos y pasiones que mueven la trama y a los personajes; por otra parte, tanto el coro como la orquesta se vuelcan, se transforman en una visión apolínea, el drama escénico. A ambos pasos les llama Nietzsche “una transformación mágica”, pues bien, esta transformación se puede producir por el rango de verdad que tiene la música, el espíritu de la música permite llegar al núcleo del ser, al abismo dionisíaco y, después, traer a la luz de la escena tal verdad.

Todo este edificio se derrumba estrepitosamente cuando en el texto antes señalado Nietzsche dice que en el lenguaje “no coinciden las designaciones y las cosas”, “no es una expresión adecuada de todas las realidades”, que “el lenguaje no procede de las esencias de las cosas”, y que, por tanto, “la cosa en sí es inaprensible”. Y esto es tal para todo lenguaje, no existe un lenguaje primigenio ni originario, o dicho de otra manera, no hay relación originaria entre signo y el significado, el lenguaje no conduce a ninguna esencia; la música, pues, no tiene el rango de verdad que le daba Schopenhauer, Wagner y el joven Nietzsche. La música no es el lenguaje que puede retroceder al lenguaje a un estado originario, no nos lleva a la esencia del mundo, ni es una reproducción del mundo, la música ya no supone “filosofar en sonidos la esencia del mundo”, como todavía escribe en la Cuarta Consideración Intempestiva. Wagner supera los límites de sentido del lenguaje, la música no supone una revelación de algo distinto de sí, el significado de la música no nos lleva a algo distinto de la propia música.

De la misma manera, la música pierde su carácter exclusivo en lo referente a ser el espejo de las emociones fundamentales, no muestra directamente la dinámica sentimental, la evolución, desarrollo de las pasiones, sus combinaciones, su química profunda. Wagner pretendía en sus dramas mostrar el devenir, la lógica de las pasiones, hacerlas patentes, mostrar sus obstáculos, su resolución, en fin, en hacer transparentes el interior sentimental de los personajes. También aquí la música pierde este carácter de verdad, este rango de hacer transparente este magma sentimental. La música, como escribía en Humano demasiado humano,  ya no es “el lenguaje del sentimiento”.

Si el lenguaje musical pierde estos galones, la música como verdad queda como, dice en este texto, “ilusiones que se ha olvidado que son metáforas que han quedado gastadas y sin fuerza sensible”. Si el lenguaje solo es metafórico, si queda como una “traducción de dos esferas absolutamente diferentes”, no cabe hablar propiamente de verdad en el arte.

Esta pérdida del carácter verídico de la música, de su espíritu, también se resiente la arquitectura interna del drama musical. Lo dionisíaco late tanto en el coro de la tragedia como en la orquesta de la ópera, tanto en uno como en otro, lo dionisíaco se vuelca, se vierte, da lugar a lo apolíneo; esta traslación de sentido, de contenidos metafísicos o sentimentales, solo son posibles si la música cumple su función schopenhauarina de ser la transmisión directa de cómo es verdaderamente el mundo y nosotros mismos.

Si la música de Wagner no tiene esa propiedad, si no confiere verdad, ¿en qué queda? En El caso Wagner lo dice claramente, en pura teatralidad, en puro efectismo, en “gesto teatral”, en “retórica teatral al servicio de una psicología pintoresca”. La música torna en espectáculo vacuo, en “arcilla dramatúrgica”. Música pretenciosa y vacía, ínfulas para la masa, “efecto, nada más que efecto”.

Si la música es puramente teatral y efectista, el artista ya no es el genio, Wagner ya no es el genio en el que convergen el impulso dionisíaco y el apolíneo, ahora no es más que un actor, es un seductor, “es el más tenebroso de los oscurantistas”; Wagner como charlatán. Del genio romántico que encontrábamos en El nacimiento de la tragedia no queda nada. “Toda actividad del hombre, no solo la del genio, es compleja hasta el asombro, pero ninguna es un milagro”, escribe en Humano demasiado humano. Del genio wagneriano, de su carácter visionario, solo queda “superstición”. Es un farsante que vende profundidades metafísicas como si fueran pócimas milagrosas que consumen las masas fácilmente impresionables. Y es que la figura del genio está unida necesariamente con las masas, la cultura del genio necesita la sociedad de masas ya que el artista no es más que un actor, un farsante, un personaje de sí mismo. La crítica de Nietzsche al genio como actor tendrá un largo recorrido en el arte del siglo XX, pensemos en la creación de personajes como Dalí, Duchamps, Walhol, Pollock, etc.

¿Qué queda del arte después de esta depuración metafísica? ¿Qué queda del arte sin el sustento de la verdad, del genio? ¿Qué queda del lenguaje del arte reducido a retórica? ¿Cómo es el arte posromántico? El arte responde a la voluntad de apariencia. “El arte vale más que la verdad” porque el arte trata de la apariencia, de la mentira, de la ficción, del engaño, de las metáforas. El arte no es más que creación de apariencias en un mundo de apariencias. Como dice en Nietzsche contra Wagner, este arte consiste en “adorar las apariencias, creer en formas, sonidos, palabras”.

Esta primera crítica Nietzsche toma a Wagner como un experimento para criticar la noción de verdad. Y tiene como conclusión que la obra de arte romántica, el drama wagneriano, queda sin ningún fundamento. No puede apelar al genio, como hacía Kant, ni su carácter metafísico, a su condición de verdad originaria, a la  manera de Schopenhauer. El rey va desnudo.
 


La segunda crítica que hace el Nietzsche maduro a Wagner recorre buena parte de sus libros desde Humano demasiado humano en adelante. Se trata de “las objeciones fisiológicas”. Esta fisiología del arte supone mirar al arte desde la vida, adoptar esta óptica que traduce y valora el arte en función de su efectividad para la vida. ¿Qué es la vida? “Lo que define a un cuerpo es esta relación entre fuerzas dominantes y fuerzas dominadas” escribe Deleuze en su Nietzsche y la filosofía. La vida es voluntad de poder, centro vital del que surgen las fuerzas inconscientes que forman el campo de fuerzas que supone nuestro cuerpo y nuestra vida. “En un cuerpo, las fuerzas dominantes o superiores se llaman activas, las fuerzas inferiores o dominadas, reactivas”. La salud consiste en la preeminencia de las fuerzas activas, en su jerarquía. El sentido de  todo fenómeno remite a una jerarquía de fuerzas, a la distinción entre salud y enfermedad; por todo esto, Nietzsche se esfuerza en buscar “los presupuestos biológicos” de esta música, como escribe en El caso Wagner. Otra vez utiliza Nietzsche a Wagner como experimento, en este caso hace de Wagner un síntoma, qué fuerzas son las que están detrás de las óperas wagnerianas, a qué tipo de voluntad responden y también por qué se convierte Wagner en una enfermedad.

Empecemos con los síntomas. Wagner nos propone una experiencia, la música nos lleva a lo que hay detrás del mundo de los fenómenos, nos lleva al torrente de vida que supone el mundo como voluntad, “el individuo debe consagrarse a lo suprapersonal”, este es el verdadero “retorno a la naturaleza” del Romanticismo, señala Nietzsche en la Cuarta Consideración. La experiencia radica en lanzarse al abismo, en la disolución de la individualidad en el fondo del mundo, en el infinito. Al final de su vida lúcida, Nietzsche dio una metáfora para esta experiencia místico-musical: la melodía infinita de Wagner nos lleva a “nadar”. Al buscar una música sin sentido rítmico, con su ambigüedad tonal, con su obsesión por la expresividad, Wagner nos lleva a esa experiencia ingrávida de sentirse arrastrado hacia lo infinito, como Isolda, como Parsifal, como Brunhilda, como Wotan…

La inseguridad tonal, rítmica, estructural conduce a un estado de desasosiego, de inestabilidad, también de intensidad a partir del movimiento de las pasiones, del desarrollo desaforado de los sentimientos. El principal síntoma de Wagner es la sobreexcitación que todo esto supone, Wagner agita las pasiones hasta “destrozar los nervios”, los excita una y otra vez, piensen en el segundo acto de Tristán e Isolda, los sacude una y otra vez buscando el anhelo infinito, como en Tanhauser o en El holandés, o usando unos métodos cada vez más agresivos, como esa mezcla de sexualidad exuberante y castidad que hay en Parsifal, o de sexualidad creciente y constantemente interrumpida de Tristán e Isolda.

Esta excitación musical tiene detrás una mecánica de las fuerzas, de los instintos vitales, de las pulsiones que constituyen la vida. En La gaya ciencia, Nietzsche explica cómo se produce el efecto saludable de la música en lo referente a estas fuerzas inconscientes que hilvanan la vida, “la música como fuerza para descargar los afectos, para purificar el alma, para suavizar la ferocia animi”. Pero esto es el quehacer de la música sana, no de la música tóxica de Wagner; su excitación constante, su retardo, su conversión en anhelo infinito, su ansia de infinitud, de disolución en el abismo hace que las fuerzas se separen de lo que pueden, de su potencia, de su efectividad vital; Wagner hace que la voluntad de poder no tenga su manifestación en el mundo, al no realizar las pasiones, sino retardarlas, al no realizarlas, sino alimentarlas en una sobreexcitación casi insoportable, Wagner alimenta a las fuerzas reactivas que escapan de la acción de las fuerzas activas. Wagner pone a cien la máquina del deseo sin darle una salida, sin darle una resolución.

En Wagner como síntoma, Nietzsche estudia el desarrollo de las fuerzas en la conciencia estética como un laboratorio, un experimento, un anticipo del desarrollo de estas fuerzas en la conciencia moral, fenómeno que estudiará en la Genealogía de la moral. Si en este libro el primer paso es el estudio del resentimiento, en el caso de Wagner como síntoma será el estudio de la hiperexcitabilidad como un fenómeno de separa las fuerzas de lo que pueden, de desactivarlas en su operatividad vital.

En la Genealogía de la moral, el segundo estadio es la mala conciencia, en Wagner como experimento, en el desvelamiento de su carácter tóxico, podemos seguir con La gaya ciencia cuando señala que los instintos separados de lo que pueden pasan a ser  “potencias almacenadas que se hacen autoritarias, irracionales, indomables, que aprenden a dominar a otros instintos en cuanto instintos”. Traducido al román paladino, las fuerzas se vuelven hacia dentro, contra sí mismas; las fuerzas al perder su resolución, cambian de sentido y de dirección, se reinteriorizan provocando un desorden pulsional, que multiplica el dolor y lo interioriza. Mientras que en la conciencia moral este es el fenómeno de la culpa y el pecado, en la conciencia estética es el fenómeno de la histeria como un desarreglo fisiológico. Fuerzas desatadas, sin dirección, opuestas entre sí, pisándose entre sí, anulándose entre sí, enloquecidas como impulsos caóticos. Estos impulsos se disuelven anárquicamente perdiendo su capacidad activa y tornándose en fuerzas reactivas.

Si en la Genealogía de la moral el tercer paso es el ideal ascético como un intento fallido de salir de la mala conciencia hacia un trasmundo salvador; en la genealogía del arte wagneriano, también hay un intento  de redimir a un espíritu que tiene “los nervios destrozados”. La salida que propone Wagner va desde el ideal de lo sublime, como tentación metafísica de alcanzar la verdad del ser y que Nietzsche señala como deudora del planteamiento idealista hegeliano, o como el anhelo de trascendencia del Parsifal como continuación del planteamiento cristiano. Tanto en un planteamiento como en otro, Nietzsche afirma rotundamente que la música como un fuerte “narcótico” que promete paraísos artificiales como un mero aturdimiento para poder escapar de una situación insoportable. Ya sea como hachís, ya sea como borrachera, el narcótico ofusca y embriaga para hacer soportable esta situación de malestar producido por unas fuerzas que tras el desorden han perdido su vigor, son declinantes, fruto de la fatiga. Pero la melodía de Wagner es infinita, como lo es su anhelo, así el narcótico de la música trata de activar unos nervios cada vez más cansados con unos estímulos cada vez más fuertes, como el drogadicto que cada vez necesita una dosis más fuerte para sentir un bienestar cada vez más lejano, así es la música de Wagner.

El diagnóstico de la enfermedad Wagner es la histeria que en El caso Wagner la define por su “afectos convulsivos”, su “hipersensibilidad”, “su gusto por las especias cada vez más fuertes”, “su inestabilidad”. Esa excitación permanente y excesiva conlleva una hiperirritabilidad que hace que las reacciones sean incontrolables, esta “contradicción fisiológica”, de aquí los casos patológicos de los héroes y heroínas wagnerianos.

El resultado del experimento Wagner o Wagner como caso será una crítica a la Modernidad, esto es, Wagner como el “diagnóstico del alma moderna”, este es el sentido de hacer a Wagner un experimento. Así al escribir sobre la histeria, dice Nietzsche que “nada es tan moderno como esa enfermedad general, ese retardo e hiperexcitabilidad de la maquinaria nerviosa, Wagner es el artista moderno per excellence”.

Otros autores también han visto la importancia de esta excitación del deseo y de la histeria. Freud, siguiendo a Nietzsche, define la histeria como un ejemplo de neurosis, así considera la histeria como el estado más apartado de la salud psíquica y al caracterizar a esta escribe: “el último fin de la actividad psíquica, que desde el punto de vista cualitativo puede ser descrito como una tendencia a conseguir placer y evitar el dolor, se nos muestra, considerado desde el punto de vista económico, como un esfuerzo encaminado a dominar las magnitudes de excitación actuantes sobre el aparato psíquico e impedir el dolor que pudiera resultar de su estancamiento”. Y sobre la actualidad del planteamiento nietzscheano de la histeria, cabe señalar la importancia que le da Lipovetsky a la excitabilidad y movilidad del deseo, a la histeria del deseo movido y conmovido en cada campaña, en cada producto, en cada anuncio, así “la publicidad contribuye a agitar el deseo en todos sus estados, a instalarlo sobre una base hipermóvil”; este autor habla del “deseo estructurado al igual que la moda”.

Nietzsche seguirá sacando conclusiones de Wagner como síntoma, “el arte de Wagner es enfermo”, Wagner, el principal artista moderno, condensación de la Modernidad estética, es “el prototipo de décadent”.  En el laboratorio de Wagner Nietzsche estudia algunos fenómenos que después amplia a la cultura occidental, vimos el caso de la crítica a la verdad y ahora estamos ante el caso de la decadencia. Ya en el prefacio de El caso Wagner Nietzsche remarca esta conexión, Wagner conduce a la reflexión sobre la décadence, entendiendo a esta como “vida empobrecida”, como “voluntad de acabamiento”, como “una moral que niega a la vida”. La decadencia esconde una moral de esclavos, una venganza de la propia vida, una voluntad de desprenderse de sí mismo, de negarse a sí mismo. Por todo esto, “Wagner es nocivo” y es que “Wagner resume la modernidad”.

La décadence nos lleva a un principio más general, a la noción de nihilismo, el verdadero marco donde encuadrar la música de Wagner. La música de Wagner como arte decadente es un arte que no soporta la vida tal y como es, no tiene ninguna tolerancia al dolor y al sufrimiento, tiende a escapar de la realidad, inventarse un trasmundo para poder hacer tolerable la vida, el abismo como vía de escape, la disolución de la vida individual; pero al hacer del infinito una salida, Wagner hace del deseo una actividad delirante que termina en la convulsión de la histeria, esa enfermedad compulsiva.

El nihilismo de Wagner se puede ver claramente por su obsesión por la redención, “la ópera de Wagner es la ópera de la redención”, su leitmotiv principal, la necesidad más imperiosa de sus personajes, el anhelo más profundo de sus óperas. Pero Nietzsche sabe que todo esto no es más que alucinaciones de un enfermo, estados febriles de una enfermedad llamada nihilismo. No, la vida no es así, la vida no necesita de redención, la vida es inocente. No necesita de redención porque no es culpable, la vida como un lanzamiento de dados, como un niño que juega, es inocente. No necesita redención.

“En el mundo no hay ni fuera ni dentro”, escribía en Humano demasiado humano. En la vida no hay un fuera ni un dentro, solo hay dentro. El nihilismo, esa enfermedad de buscar fueras por no saber vivir.

La tercera crítica de Nietzsche a Wagner y a sí mismo es la inexistencia e imposibilidad de la música dionisíaca, toda música es apolínea, o dicho de otro modo, el Nietzsche maduro rehabilita y reivindica a Apolo y cambia la relación entre lo dionisíaco y lo apolíneo que había establecido en El nacimiento de la tragedia. En esta obra hay una contradicción entre lo dionisíaco y lo apolíneo, esta oposición se resuelve a partir de una solución dionisíaca que tiene una expresión apolínea en el drama. En el coro y la orquesta late el dolor y el frenesí del abismo dionisíaco, mientras que en drama escénico se ofrece la visión apolínea; Apolo aparece para rescatar al individuo de la desmesura de lo dionisíaco, pero es Dionisos el que vivifica y da sentido a la vida de los hombres.

Pero no, no hay música dionisíaca, es imposible la manifestación directa de Dionisos, toda música es lenguaje (musical) que, como vimos en la primera crítica, no tiene ninguna relación directa, como pretendía Schopenhauer, con la realidad extramusical. El único abismo que reconoce el Nietzsche maduro es el que hay entre el signo y el significado, el lenguaje, la música no es el medio transparente, no es una intuición directa de ninguna cosa en sí, la música no tiene un significado directo, no remite directamente ni a la pasión, ni a los impulsos vitales, ni a los sentimientos. Todo lenguaje, y también como tal la música, se basa en metáforas y en ficción. No hay música en la que lata el fondo vital, que vibre en el abismo del que surge toda vida.

La música necesita, requiere para su mera posibilidad, formas y ritmos. Recordemos que la música wagneriana, que es amorfa y arrítmica, solo es efectismo, teatralidad, engaño, pretensión de profundidad y, sin embargo, vacua, música que excita al deseo y que lo va alentando hasta que degenera en patología, hasta que provoca toxicidad en la vida.

Para el Nietzsche maduro Dionisos se reconcilia con Apolo, se complementan, ya sabemos que cuando Apolo viaja al norte con los hiperbóreos en invierno, Delfos era el hogar de Dionisos. Ambos se necesitan, el fondo dionisíaco de la voluntad de poder, origen de las fuerzas que entrelazan nuestro cuerpo, se manifiesta y se refleja en el lenguaje de Apolo, en las apariencias. No se identifican, hay una reciprocidad de carácter agonal o de oposición, no hay síntesis posible, no hay una expresión unívoca entre la voluntad de poder y las apariencias, siempre hay un componente de interpretación. Apolo y su voluntad de apariencia proceden de la sublimación de lo dionisíaco. En todo caso, Dionisos y Apolo se requieren mutuamente en el acto de creación que supone la actividad artística.

Apolo ofrece la legalidad del estilo, la forma y el ritmo, una voluntad de estilo. Para Nietzsche, esto suponía una reivindicación del arte clásico en contraposición al arte romántico, una estética clásica en contraposición a la estética de la decadencia, una reivindicación de Bizet frente a Wagner.

Dionisos necesita de Apolo y todo arte es apolíneo en la medida en que es un lenguaje, porque la vida es inventar formas y ritmos. Decía Nietzsche en Verdad y mentira en sentido extramoral que el hombre “vive sobre lomos de un tigre”. Vivir es inventar formas y ritmos que impongan un orden sobre el caos de la existencia, formas que permiten la canalización de las fuerzas activas. Vivimos sobre los lomos de un tigre, la existencia consiste en poner orden, en hacer reglas, proyectos, metas que nos permitan vivir sobre los lomos de un tigre, del tigre del azar y del caos. Sánchez Meca ha estudiado esta función de la vida de poner orden en el caos, de buscar regularidad, equilibrio por medio de una voluntad unificadora que permita una autorregulación de la existencia dentro del caos. Esta música permite “bailar”, verdadera experiencia dionisíaca. Por el contrario, la música de Wagner con su falta de estructura general, su inseguridad tonal, su falta de arquitectura, su ausencia de estilo nos hunde en el caos, produce una sensación de impotencia y de debilidad y conduce a la histeria.

La cuarta y última crítica de Nietzsche se refiere al carácter de la música. Para Wagner la música siempre es dramática, narrativa; antes de conocer a Schopenhauer, la música remitía al texto, a los diálogos, después Wagner pretende reflejar la voluntad de vivir que está detrás de los sentimientos y pasiones de los personajes. O bien la música apela al drama escénico o bien la música remite al drama del movimiento pasional de las escenas o los personajes, en todo caso siempre es una música dramática. Con el Nietzsche maduro la música cambia totalmente de carácter al romper toda posible representatividad del lenguaje de la música. Se lee en Humano demasiado humano, “en sí ninguna música es profunda y plena de significado, no habla de la voluntad ni de la cosa en sí”. La música nada significa, es un lenguaje que no remite a ninguna instancia fuera de sí misma. Por eso frente a la música dramática que tiene un significado, Nietzsche propugna la “música absoluta”, esto es, “una música en la que todo se entiende en seguida sin más ayuda”. La  música no es descriptiva, no es narrativa, no remite a ningún referente extramusical, no es drama, es solo música y nada más que música.

La música absoluta no solo se opone a la pregunta por el significado, también se opone a la pregunta por la expresión. “Lo espressivo a cualquier precio, la música reducida a servidumbre, a la esclavitud de la pose: eso sí que es el final….”, escribe en Nietzsche contra Wagner. La música no tiene la referencia a los sentimientos, no es el lenguaje originario de los sentimientos.

Habría que esperar varios años a que se fuera imponiendo la música absoluta. Después de la cuarta sinfonía Mahler renunció a la música programática, aunque su música fue expresiva hasta el final. Strauss afirmó que “el programa no es otra cosa que un pretexto para la expresión puramente musical y la plasmación de mis propias emociones, y no una descripción musical de hechos concretos de la vida corriente”. Habría que esperar a la segunda escuela de Viena para que se impusiera la música absoluta de la que hablaba Nietzsche.

 

 

 

 

 

 

 

 

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