La
navidad de 1870 sería uno de los
momentos más felices de la vida de Nietzsche. Tras la experiencia
horrible de la guerra, otra vez en Tribschen con los Wagner, con Richard y
Cósima, “esos momentos profundos, esos días de confianza y alegría”. Para el cumpleaños
de Cósima, Wagner ha preparado algo muy especial, cuando ella se despierte y
baje por las escaleras, una sorpresa le estará esperando, sonará por primera
vez “El idilio de Sigfrido”, así Richard le declarará su amor a su Brunilda.
Nietzsche jamás olvidará este momento, jamás olvidará esta música, ni
siquiera al final de la relación con
Wagner dejaría de reconocer su valía. “La música es exactamente esto y no otra
cosa”, “una música que es alegre y profunda como una tarde de octubre”.
A finales del
verano de 1854, mientras está componiendo la música de La Valquiria, ocurre algo que será uno de los mayores
acontecimientos en la vida de Wagner y que cambiará su forma de entender la
música. Se trata de su encuentro con la filosofía de Arthur Schopenhauer. Así
lo cuenta en Mi vida: “Ya en
diferentes ocasiones me había acuciado el deseo de ahondar en el verdadero
sentido de la filosofía (…). Había tratado de satisfacerlo siguiendo los cursos
de los profesores de Leipzig, y leyendo más adelante los escritos de Schelling
y de Hegel. Mas todas mis tentativas habían sido vanas y creí hallar en
Feuerbach la causa del fracaso de mis esfuerzos. El libro de Schopenhauer me
cautivó en seguida, (…) a causa de la extraordinaria claridad y precisión que
advertí desde el primer momento acerca de los más difíciles problemas de la
metafísica (…). A pesar de que el aspecto estético de dicho sistema me
satisficiera plenamente, y que me sorprendiera la atención que consagraba
especialmente a la música, me asustaron (…) sus conclusiones morales”. El
efecto directo de esa influencia fue Tristán
e Isolda: “El estado de ánimo en que me había sumido la lectura de
Schopenhauer fue la causa de que ambicionara, para manifestar mis sentimientos,
una expresión estética. Así concebí mi poema Tristán e Isolda”.
El mundo como voluntad y representación
lo había escrito Schopenhauer treinta años antes pero desde hacia unos años era
la novedad filosófica en Alemania. En este libro encontró Wagner muchos
problemas que él ya había tratado antes y algunas ideas que cambiarían
definitivamente su concepción de la música. Las artes, y especialmente la
música, ocupaban muchas páginas de este libro, Schopenhauer las trataba de
forma acorde a su sistema metafísico de la distinción entre voluntad y representación.
Mientras que el resto de las artes reflejan objetivaciones de la voluntad, solo
la música representa directamente la voluntad. Esta constituye la cosa en sí
mientras que las representaciones recogen la serie de fenómenos que aparecen al
sujeto. La música refiere a la esencia del mundo que no es más que un torrente
vital sin objetivo algo, un impulso ciego e incesante, un esfuerzo infinito, un
devenir eterno. El pesimismo de Schopenhauer le lleva a afirmar que esa
voluntad, esa voluntad de vivir, no puede alcanzar jamás satisfacción alguna.
Esto lleva a Schopenhauer a una concepción conflictiva del mundo, cada cosa no
es más que una objetivación de esa única voluntad de vivir que se esfuerza por
afirmar su existencia a expensas de las demás cosas. En el ser humano, el
carácter supone la objetivación de la voluntad de vivir, que es inconsciente y fuente
de todo deseo. El egoísmo permanente que se impone tras nuestra vida emocional
es la conclusión de la voluntad de vivir. La única salvación para el ser humano
es la renuncia a esa voluntad de vivir para escapar de su esclavitud, de su
insatisfacción y de su violencia.
Wagner adaptó a
Schopenhauer a sus necesidades. Desencantado de la política y de sus ideas
revolucionarias, se sumó a este planteamiento metafísico que daba un lugar de
honor a las artes. La música nos da la verdad del mundo y de nosotros mismos,
puede rasgar el velo de Maya que decía Schopenhauer que nos separa de la
voluntad como esencia del mundo. La música representa la voluntad directamente
y actúa sobre la voluntad directamente, sobre nuestras pasiones y emociones. La
música, por tanto, nos lleva a la verdad del corazón humano, de sus deseos, de
sus emociones más profundas, al centro de la voluntad de vivir.
Que la música
fuera el arte más elevado tenía unas consecuencias directas para la ópera que
ya vio Schopenhauer. La ópera es la unión de poesía y música pero no en
igualdad de condiciones, la letra no es más que una yuxtaposición de algo
extraño y de valor claramente subordinado; en una ópera bien construida, la
música supondría “la interpretación más profunda y acabada de los sentimientos
expresados en la acción”. La música en la que estaba pensando Schopenhauer era
en la Beethoven, única música que “expresa todas las emociones y pasiones del
corazón humano pero las expresa en abstracto y sin especificación”. Esto le
sonaría a Wagner como música celestial y un reto para su propia forma de
entender la música.
“La música
consiste en el incesante paso de acordes que nos turban más o menos, es decir,
que despiertan un deseo, a otros acordes que nos dan mayor o menor satisfacción
y tranquilidad”. Sabía Schopenhauer que la armonía es la sucesión de
disonancias y consonancias, las disonancias se compensan con las consonancias,
después de la tónica viene la dominante, lo mismo ocurre con nuestros deseos
que terminan con su satisfacción. En la música tradicional, en el sistema tonal
tradicional, la obra termina con su acorde consonante perfecto, con su
dominante, así se ha “halagado nuestra voluntad de vivir”, pero si la música
puede ser el reflejo de la voluntad en tanto cosa en sí, y si esta voluntad es
insatisfecha por definición, ¿cómo sería esta música?, ¿es posible una música
que se base en la disonancia, que rompa los principios de la música tonal, y
que produzca ese anhelo infinito que caracteriza a la voluntad?
Así pues, de
Schopenhauer nos quedan tres cuestiones que van a afectar directamente a
Wagner: (i) sobre la prioridad de la música sobre cualquier otra de las artes;
(ii) sobre cómo se articula poesía y música en la ópera; (iii) sobre si es
posible esta nueva música que recoja cómo es de verdad la voluntad.
El influjo de
Schopenhauer sobre Wagner se notó, como veíamos antes en su autobiografía, en
la elaboración de Tristán e Isolda. La
cuestión de la prioridad de la música sobre el resto de las artes iba contra la
teoría que Wagner había sostenido hasta entonces y con la que había escrito El oro del Rin. Ya en la siguiente
ópera, la Valquiria, y la que
escribiría después, Tristán, se
impondría la posición de Schopenhauer.
El hecho de
darle a la música el acceso a la existencia permanente y fundamental, al
torrente de la voluntad, a la esencia del mundo, le daba a la música una
posición metafísica, un modo de verdad, extraordinario. La música como reflejo
y motor de pasiones, sentimientos, deseos, emociones, tiene un estatus y un
carácter sobresaliente; la música tiene, pues, un contacto directo con el
centro del mundo y, lo que es más importante para Wagner, con el centro de
nuestra voluntad de vivir, con el centro de nosotros mismos.
La música nos
lleva al noúmeno, a la unidad que hay tras todo fenómeno, al torrente de vida
que hay tras todo fenómeno definido por el espacio y el tiempo, a la unidad que
nos iguala y que nos aleja de todo lo que nos separa. Wagner entendió esto, habría
que insistir en que mucho más allá de la posición de Schopenhauer, como que
Isolda busca tras la muerte a su amado Tristán, solo tras la muerte, solo tras
el mundo de los fenómenos, pueden unirse eterna y permanentemente los dos
amantes. La potencia unitiva del amor erótico es imposible en el mundo de los
fenómenos, solo es posible en la unidad de la vida tras la muerte. Así, el amor
vence a la muerte, el amor se realiza tras la muerte.
El contenido del
drama musical cambia, desde la primera posición de Wagner en que remite a los
sentimientos y las emociones que acompañan y explican las acciones, a esta
segunda posición en la que el contenido del drama se refiere al conflicto que
somos, al abismo que somos y al drama cósmico del ser en el que estamos
instalados.
La otra cuestión
era la relación entre poesía y música. La posición anterior de Wagner era que
el drama musical era una síntesis en la que las distintas artes tienen la misma
importancia, eso hacía que hubiera una correlación entre los versos y las
frases musicales. A partir de la lectura de Schopenhauer, Wagner cambió de
opinión en Beethoven (1871), libro
que tuvo una influencia fundamental en el joven Nietzsche, la música es el arte
más elevado y eso implica que en la ópera no puede haber igualdad entre ambas
artes.
Si comparamos
las obras que escribe Wagner después de la influencia de Schopenhauer con las
anteriores podemos ver cómo en las primeras la música deja un vacío para el
desarrollo de la voz, pero en las últimas el torrente instrumental no cesa, no
deja el lugar predominante del espacio musical. El discurso orquestal no se
interrumpe, tiene un desarrollo que no depende del vocal, parece que el discurso
vocal meramente le acompaña.
En las últimas
óperas de Wagner la distinción ya no es poesía-música, sino drama
escénico-música. A la música le corresponde la función de comentario,
explicación al modo del coro en la tragedia. La música da el sentido del drama
escénico, su verdadero sentido. Tanto el drama escénico como la música se
mueven en diferentes planos, como si uno estuviera en el plano fenoménico y el
otro en el nouménico. Así, la música representa la voluntad de vivir, el magma
vital y emocional de donde surgen nuestros sentimientos, la fuente de todo
deseo, la raíz de todo carácter. La música recoge otro drama diferente del
drama escénico, se trata del drama de estados internos, se trata del mecanismo
de la pasión, sus transferencias, su evolución, su desarrollo. La música ya no
trata directamente el drama escénico, sino al contrario, lo que aparece en el
escenario y su texto sirve para la expresión del verdadero drama, el de la
química de las pasiones, con sus valencias diferenciadas, sus combinaciones,
sus fusiones.
Al igual que
decía el primer Wagner, el drama es el fin y la música es el medio, pero con
otro sentido. La música ya no remite al drama escénico, ahora la música es
esencialmente dramática. El drama que cuenta la música, el drama que articula la
música es la lógica de la voluntad de vivir (en el caso de Tristán, el amor erótico) y de la redención y, además, es el drama
de nuestro lugar en el mundo. La música
es, pues, metafísica.
Nos queda la
última cuestión, cómo puede ser una música que refleje directamente la
verdadera naturaleza de la voluntad, su carácter insatisfecho, su impulso
infinito. Veíamos cómo Schopenhauer relacionaba la producción del deseo y su
posterior satisfacción con mecanismos musicales como la suspensión y un acorde
final, o con disonancias y consonancias finales, o con el tránsito tonal de la
tónica a la dominante. ¿Qué música recogería lo infinito y lo insatisfecho del
deseo, o el deseo como anhelo insatisfecho? Fue Wagner el que respondió a esta
pregunta. El modo de componer Tristán
suponía un cambio radical en el trabajo de Wagner. Empieza con el acorde más
famoso de la música occidental, el acorde de Tristán con dos disonancias
iniciales que llena la ópera de inestabilidad, la música se hace anhelo como el
propio deseo, el acorde no se resuelve en términos tonales. La música consigue
una tensión mantenida hasta lo insoportable, del todavía-no resulta un no-más.
Y es que toda resolución queda como transición en el cromatismo de Wagner. Las
armonías se mezclan, las conclusiones son falsas, los cambios de tonalidad son
constantes, las notas de transición confunden las tonalidades. Música como el
arte de la transición, lo que suponía un ataque al sistema tonal tradicional.
Esta nueva forma
de componer conllevaría una nueva forma de entender y manejar los leitmotivs o
motivos. Si comparamos las dos primeras partes del Anillo con las dos segundas,
la característica más llamativa viene a ser que en estas el número de motivos
se ha multiplicado, los hay primarios y secundarios, así en Sigfrido hay más del doble de motivos
que en La Valquiria. Se mezclan entre
sí, hay combinaciones triples y cuádruples. Bryan Magee los ha comparado con
pólipos formando un arrecife coralino. Pensemos en el motivo del anhelo y en
del deseo de Tristán. Pensemos en la
muerte por amor que primero canta Tristán, después al final del segundo acto lo
cantan juntos pero se corta en seco, y al final del tercer acto canta sola
Isolda, parece como si el desarrollo conceptual de toda la ópera girase en
torno al desarrollo de este motivo. Pensemos en el motivo del filtro amoroso
que recorre la obra, y que Mahler utilizo en su famoso adagietto en su Quinta sinfonía. Los leitmotivs o motivos van
tejiendo la estructura musical de la obra.
Su función semántica ya no es rememorar,
aludir, presentar un personaje o situación dentro de la narración del libreto,
no ilustra el drama escénico, ahora la combinación de motivos y su metamorfosis
tiene una función narrativa o dramática. No se trata de un apoyo, sino que
tienen un significado dramático. Las metamorfosis responden a motivaciones
psicológicas y dramáticas. Es a la orquesta, con el desarrollo de los motivos,
su fusión, su mezcolanza, la que le corresponde dar el significado interno de
la acción escénica, el sentido del drama está en la orquesta.
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