Era septiembre de 1936. Los pistoleros
entraron en su casa, fuera, en la calle que lleva al río, esperaban los demás
detenidos con la certeza de que aquello no podía acabar bien. Los fascistas del
pueblo tiraron la puerta abajo y entraron en su casa sabiendo dónde
encontrarlos, así llegaron hasta el dormitorio. El ruido y los gritos ya habían
despertado a la Moricha y a Antonio. La mujer se abrazó al marido mientras este
trataba de levantarse separándose de su mujer con un manotazo. Esta sería la
última vez que la tocaría. La escopeta estaba fría, todo el frescor de la
mañana de septiembre se había condensado en el hierro. ¿Cuánto duró aquello?
¿Una vida, el último grano de un reloj de arena? El fascista cogió el pomo de
la puerta, la rutina de la venganza llevaba a los gritos, a los empujones, a
las órdenes rápidas y contradictorias.“Fuera, cabrones”. “Que nadie se mueva,
joder”. “Que fuera he dicho”. Pero esta vez, la rutina fue otra. Antonio había
cogido la escopeta, fría como toda la noche, había disparado contra el fascista
cuando éste entraba en su habitación. El disparo de Antonio tuvo un eco
instantáneo, esta vez sin gritos, los tres compañeros dispararon contra el
matrimonio casi sin ira, como si la ley de gravitación universal así lo
mandase.
A la Moricha le
llegó el olor de la muerte de repente. Los tres pistoleros que habían entrado
en su casa dispararon llenando el aire de plomo y pólvora. El olor le llenó la
boca, le recorrió las venas y le explotó en los ojos. En la sábana que tapaba a
la vieja apareció una mancha de sangre, la virginidad de la muerte había
terminado. Fuera, la certidumbre llegó. Los
disparos en la casa de los viejos rompieron todos los engaños. “Sólo quieren
asustarnos”, “¿Tu crees?”, “Digo”, “Terminará pronto, es un aviso, volvemos a
la hora del almuerzo”. Los disparos abrieron un silencio, las miradas se
cruzaron. Huir, salir corriendo, nos quieren matar, hijosdeputa. Los detenidos
salieron corriendo lo deprisa que pudieron, unos hacia el río, otros hacia el
pueblo. Esconderse, la casa de mi primo, allí estaré a salvo. Pero las balas
van más deprisa que los pensamientos, y muchísimo más rápido que los deseos. La
huída no llegó ni a un puñado de metros, un poco de cal cayó con el estruendo,
los agujeros en la pared, sangre aún fresca, unos rostros desencajados, unas
miradas que ya no miran. Los pistoleros fascistas hicieron su trabajo, mal pero
lo hicieron. Lo que le habían mandado era meterle miedo a los rojos, elementos
subversivos que había que mantener a raya, pero, al final, la calle que va al
río se había convertido en sangre pegada en las paredes y en agujeros en la cal.
Un lienzo con pegotones de sangre y agujeros. Igualmente, eso es lo que iba a
quedar en la alcoba de Antonio y la Moricha. Rojo sobre blanco, blanco bajo
rojo.
Tras los
disparos la gente se encerró en sus casas, los postigos se cerraron para que no
entrase más miedo del que se puede aguantar. Para los pistoleros ya había
terminado el trabajo, era hora de ir a la taberna, el vino lava la conciencia,
unos vasos y nada habría pasado, se convertiría en una aventura que se cuenta
entre camaradas, hermanos de armas. Los disparos se multiplicarán conforme se
vaya contando la historia, los muertos cada vez más y más peligrosos, la mala leche
y el odio cada vez más extendidos. Los pistoleros vienen de Jerez y de Lebrija,
pero solo los que cargan a los muertos son de Trebujena, estos últimos están
dispuestos a deshacerse de los muertos pero no a matarlos.
***
En una carretilla de obra, Juan
Caro lleva los cadáveres de Antonio y la Moricha a la fosa que han excavado
junto a la tapia del cementerio. El traqueteo de la carretilla acompaña el
peso, las calles se empinan y los cipreses cada vez parecen más lejos. ¿Qué
sería lo que vio? Tal vez un movimiento, un espasmo, la sangre demasiado
localizada. El lenguaje de sus ojos se juntó con el lenguaje del cuerpo de la
Moricha. Sus ojos parpadearon, tal vez un leve movimiento en la comisura de sus
labios o un gemido. Los amigos le hablan: “¿Todo va bien?”, “Vaya mierda de
trabajo”, “Ellos vienen pegan cuatro tiros, y nosotros nos toca llevarnos toda
esta mierda”. “Sí, todo va bien”.
Al llegar al
cementerio, los compañeros de Juan ya habían cavado una fosa de casi dos metros
de profundidad. Al oprobio le corresponde ocultarse, cuanto más profunda la
fosa más hondo quedará el recuerdo. Juan vio cómo comprobaban si realmente
estaban muertos, ¡cómo si quedara alguna duda! Unos con el estómago destrozado,
otros con la mirada vacía y la boca abierta, la sangre ya seca formando mapas
de países desconocidos, vísceras y ropas mezcladas. Sus amigos acercaban sus
caras a las bocas de los muertos para ver si todavía respiraban, si aún quedaba
algo del aliento vital en sus entrañas. A los que tenían la cara llena de
sangre, le cogían la muñeca sin preocuparse demasiado si no le cogían el pulso
o es que ya no lo tenían. A unos y a otros los iban rematando. Juan se demoró
más de la cuenta, fingía estar más cansado que sus diligentes compañeros, se
ahogaba al respirar el maldito olor que ya salía de esos cuerpos, un olor a la
vez caliente y redondo que va impregnando su nariz, su ropa y que pronto
ocupará todo su pasado. Una parada más. Al entrar en el cementerio pudo ver que
los cipreses se movían con el viento de poniente, las puertas ya quedaron atrás,
sólo quedaban un puñado de metros. Sus compañeros ya asqueados sólo querían
terminar, una última parada. “Juan, ¿a qué esperas? ¿Al Juicio Final?”,
“vámonos de una maldita vez”. Quizá Juan sí que estuviera pensando en el Juicio
Final, quién sabe. “De estos no hay que preocuparse, están muertos como ratas”,
“Yo los tiro y nos vamos”.
Juan volvió a su
casa, no le dijo a su mujer donde había pasado todo el día aunque ella ya lo
sabía. Jamás volverían a hablar de ese día, ni de esa noche. El silencio y el
olvido quedaron en el interior de la fosa común, tierra con la argamasa de los
cuerpos, ojos abiertos y ojos cerrados pero todos cubiertos por la tierra
generosa.
***
De la boca de la Moricha había
salido el olor a la muerte y había entrado la tierra. Quizá sólo hubiera
llegado a conocer el olor de la muerte pero no su sabor; el amargor y la acidez
de ese olor no había llegado a hacerse sólido ni siquiera líquido en su cuerpo.
Sus ojos abiertos estaban cubiertos de tierra, la sentía debajo de su lengua y
debajo de sus uñas. Intentando desperezarse se estiró como si se hubiera
despertado de un largo sueño, sus manos tropezaron con unos pies. “Antonio”,
“Antonio, ¿puedes oírme?, “¿Estás ahí?”, “¡Contéstame!”. Pero ¿salían de veras
palabras de su boca llena de tierra? Una fosa común es un inmenso eco, eso
pensó la Moricha, vieja de la vida y joven de la muerte. Solo podía obedecer a
sus manos, se agarró a un zapato, un calcetín que tapaba a una piel aún tibia,
pero que no respondía. Buscó los pantalones y tiró de ellos, el cuerpo se movía
en la extraña densidad de la fosa común. Tiró una vez, dos, tres, el cuerpo
perezoso que se resistía a despertar se movía ingrávido. El esfuerzo de la
Moricha le iba llenando de tierra su nariz, notaba los granos de arena atascándose
en su garganta, juntándose con la tierra de su propio cuerpo. Éste parecía que
buscaba identificarse con el resto de la fosa, con el resto de la tierra, cada
vez más pesado como si la tierra hubiera sido mojada.
La Moricha
acertó a encontrar los pantalones del cuerpo que yacía a su lado, de ahí subió
al cinturón. Ya iba notando el vacío que la separaba de la muerte. La camisa se
rasgó entre sus dedos, la otra mano alcanzó la boca entreabierta. No sabía si
esa cosa viscosa era la lengua o la cuenca de los ojos. El pelo, una abundante
mata de pelo, que notaba cómo se iba quedando entre sus dedos. Su rodilla en
los hombros, su pie en la cabeza, su mano que toca el aire, una tierra ya
difuminada. Fuera es de noche.
La boca de la
Moricha se abrió como nunca se había abierto, toda la vida cabía entre sus
dientes. Salió de la fosa como si fuese un fantasma, un muerto cansado de la
muerte; la tierra se abrió, y sus manos apartaron lentamente la arena que
pretendía volver a su cráter. Una mano fuera, la cabeza fuera, el primer hombro
sale de la fosa, el otro. No para de escupir y de respirar con toda sus ganas,
siente cómo el aire que viene del mar entra en su cuerpo, cómo hincha sus
pulmones, cómo chirría toda la tierra que tiene en su garganta. Su vientre ya
ha salido, las piernas se mueven dentro de la tierra buscando el último punto
de apoyo para salir al aire. La vibración de la vida vuelve a su cuerpo
marchito, apaleado por los años, casi inservible. Un estornudo le estremece, la
vida ha vuelto.
***
El único camino que tiene es el río.
La Moricha tiene la piel llena de sangre y barro, se envuelve en una sábana
para protegerse de la brisa de la noche. El río, allí tiene familia; el río,
dos de sus hijos están escondidos en las marisma; el río, las marismas, allí
estará a salvo.
Las colinas se
van ondulando buscando las marismas. Doñana al frente, las cabañas de los
riacheros al fondo. En plena noche los cinco kilómetros se multiplican por mil,
y tiene que llegar antes de que se haga de día. Solo hay que seguir el contorno
de las colinas para llegar al río, al cotodoñana. Sus familiares la pasarían a
la otra banda del río, o la esconderían, o la llevarían con sus hijos. El
viento que soplaba desde el mar la hacía despertar lentamente del horror que
había vivido unas horas antes y de la tierra que aún tenía dentro de su cuerpo y
que no le dejaba respirar. La sábana que le cubría se iba enganchando con las
viñas y solo podía avanzar lentamente.
La marisma se
extendía ante el horizonte, las líneas de fuga se hacían horizontales como si
no existiera ninguna verticalidad en el mundo. El río, por fin. La luz del sol
le infundió un torrente de energía, tenía frente a sí un horizonte en el que no
se sabe bien dónde acaba el agua y dónde comienza el cielo. La choza de los
Pazos. El sol saliendo y la claridad mutada en luz. Los Pazos eran familia de
la Moricha, primos o primos de primos de una familia que había hecho de la
endogamia su razón de ser. La Natalia gritó cuando vio a la Moricha entrando en
la choza enrollada con la sábana llena de sangre, jamás olvidaría esta imagen.
Toda la luz del mundo detrás de su pelo sucio y viejo, los ojos planos de quién
no sabe de dónde viene. No dijo ninguna palabra al llegar, sólo se colocó en el
centro de la choza y bajó la cabeza sin querer mirar a ninguna parte. La
Natalia le levantó la cara a su prima y ambas mantuvieron la mirada durante
unos instantes.
Cuando escuchó
el grito, Dieguichi estaba preparando la barca. Corrió y entró en la choza,
allí vio a la niña y a la vieja mirándose aturdidas, como si todas las palabras
sobrasen o como si no hubiera nada que decir. Su voz se dejó oír, “¿qué está
pasando aquí?” Al instante reconoció a la Moricha, le pareció más vieja de lo
jamás pudo ser y en un momento calibró la situación. Los pistoleros fascistas,
los escondidos en el coto, los vigilantes, la poca vergüenza de los del pueblo
y su conformismo, su propio miedo, la distancia del frente. Al ver sus ojos
pensativos la Moricha le dijo que dos de sus hijos estaban escondidos en las
marismas, entre Trebujena y Lebrija o tal vez en el coto. Sabía que era una
mangante, que le gustaba robar de vez en cuando, que gente de su familia había
hecho contrabando y que a algunos de sus hijos les gustaba demasiado la
política. Pero en su tono de voz había algo distinto, la desesperación del pez
que está presto a morirse, el olor de la marisma en verano cuando el mundo está
a punto de pudrirse.
La niña parecía
consolar a la vieja, pero él pensaba de otra manera. ¿Será seguro? ¿Vendrán a
por nosotros? ¿Nos estaremos arriesgando demasiado? Dieguichi pensó en la
visita que los pistoleros fascistas, cabrones, le hicieron a su padre dos
semanas antes.
-¿Cómo se te ocurra pasar a alguien
más a la otra banda la vas a pagar? ¿Te estás enterando, Pazos?
El viejo Pazos
asentía con la cabeza, había pasado a varios jóvenes que venían huyendo desde
Trebujena, Lebrija e incluso Jerez. Desde días después del alzamiento, venían
con la cara llena de fiebre y miedo deseando pasar a la otra banda. Unos
querían guerrear, otros buscar el frente por Huelva y pasarse al otro bando,
todos querían pasar el río y para ello necesitaban a los riacheros.
Dieguichi seguía
pensando en la noche en la que pasó a los hijos de la Moricha. Pobres
desgraciados. Se creían que podrían ganar la guerra con dos escopetas de caza y
toda la miseria del mundo. Pobres desgraciados. Durante toda la travesía no
pararon de hablar de cómo tomar este o aquel pueblo, cómo hacer que retrocedan
los fascistas, cómo traer al ejército republicano por mar, por aire, por... Con
el chapoteo de los remos y su mirada torva, él respondía con silencio a tanta
necedad, a tanta tontería.
Seguía pensando
Dieguichi en la locura en la que vivían todos, unos huyendo, otros persiguiendo
y todos matando. Pensó en la gente que era como la vieja Moricha, en los
discursos de los sindicalistas, en los deseos de muchos de que todo tenía que
cambiar. Pensó en todo eso y en más, en lo que él podría haber hecho, en lo que
no debió hacer, en qué le depararía la vida amarga. Sabía lo que la Moricha le
iba a pedir antes de que abriera la boca, antes de que le mirara. También supo
lo que le iban a pedir sus hijos antes de que hablaran. La Moricha miró al que
era primo o primo de primo o qué más da, lo miró con el convencimiento de que le
iba a decir que sí, que no había problema, que no le importaban las advertencias
de la Guardia Civil y Dieguichi movió la cabeza hacia abajo. Esperó a que se
hubiera hecho totalmente de noche, sin luna cruzar el río era como pasar por la
laguna Estigia aunque era de la muerte de la que venían huyendo. Con la marea
alta, entraba un soplo de aire fresco donde hasta hace solo un rato olía a
putrefacción, a fango, al barro del que estaban hechos los que eran como él.
Cuando llegaron
a la otra banda no hubo lugar ni para la despedida, ni para desearse suerte. A
la Moricha le sobraba la suerte, de eso quedaba poca duda. Cuando se adentraba
en el río, Dieguichi levantó la mano a modo de despedida o quizá, quién sabe,
para desearle suerte. Jamás volvieron a verse.
***
La vieja y el riachero se
despidieron por la mañana, al amanecer. La vieja salió y comenzó a perderse por
el gigantesco horizonte, al principio bordeando el río, después por entre las
marismas. No se atrevía a ir por la vera del río, allí estaba expuesta a que la
viesen los que venían del camino de Trebujena, o los que pasaran por el río. El
miedo le fue entrando más hondo que la maldita humedad. Si no podía ir por el
camino, la única opción era meterse por los canales de la marisma, el agua le llegaba
por el pecho y el fondo no es más que fango y barro. La Moricha se agarró a un
matorral y metió su cuerpo en el fango, los pies se le iban clavando en el
fondo y apenas podía moverlos. Se iba agarrando de matorral en matorral para
poder salir de la inmovilidad del barro. Parecía que su sangre no tardaría en
convertirse en agua estancada y maloliente.
El calor iba
subiendo. Aquel mediodía de septiembre el horizonte se difuminaba, la bruma de
la marisma iba desdibujando la linde entre la tierra y el cielo, el agua y el
cielo. Tierra que sobresale del agua y agua que se mete en la tierra, todo
barro y fango. La Moricha miraba ese territorio sin fin, ajeno y hostil, que
había sido parte de su vida, y que ahora agarrada a un matorral y con el agua
hasta su pecho decrépito, era como un segundo entierro. Hacía un calor
inaguantable, el agua de la marisma cada vez olía peor, al fondo un fango que
le llegaba hasta las rodillas, La Moricha, más vieja que nunca, se quedó
absolutamente quieta.
Algunos ruidos
le inquietaban, y eso que solo las chicharras llenaban el aire cargado y
viciado de un sonido que a nadie le parecía importar. Miraba hacia atrás, se
venía una parte de la carretera a Trebujena y también de la carretera a
Lebrija. Desde cualquiera de esos sitios la podrían ver. Por eso decidió no
moverse, esperar la noche.
¿Encontraría a
sus hijos? ¿Podría vivir con ellos? ¿Quedarse con ellos? Recordaba cómo sólo un
mes antes, a principios de agosto, habían tenido que esconderse. En los días
que siguieron al alzamiento, cuando el pueblo se llenó de soldados y de moros
que sólo querían llegar a Sevilla, dos de los hijos de la Moricha empezaron a
escuchar disparos por la noche. Quizá supieran que una de aquellas balas una
noche sería para ellos. No tenían demasiado miedo, nadie en el pueblo había
quemado ninguna iglesia, a nadie se le había ocurrido ocupar finca alguna ni
destruir en el archivo los títulos de propiedad. A pesar de que habían oído lo
que se había hecho por ahí, en su pueblo nadie había sacado los pies del plato,
ahora se alegraban de que así hubiera sido. Pero en pocos días, algunos amigos
habían sido apresados, otros fusilados, los más sólo desaparecidos. ¿Quiénes
serán los próximos? ¿También nosotros?
La tarde
anterior a su huida fue como todas, la misma cena, las mismas pocas palabras
sobre la mesa. Todo como siempre. Los hijos no se despidieron, no dijeron madre
danos un abrazo que nos tenemos que ir. La Moricha no los abrazó, no los miró
con amor y con comprensión. Se fueron todos a la cama silenciosamente, como
todas las noches del mundo.
La Moricha vio a
la mañana siguiente que las dos camisas que tenían cada uno de sus hijos ya no
estaban, tampoco estaban allí las mantas ni la ropa de trabajar. Solo habían
olvidado una gorra de invierno, quizá la hubiesen dejado allí adrede. No tuvo
que mirar en la cocina para saber que se habían llevado toda la comida que
había en la alacena. Tampoco quedaba nada de dinero dentro del bote. La madre
recorrió la casa con su mirada, no quiso airear la casa por temor que el olor
de dos de sus hijos fuera lo último que tuviera de ellos. Se han ido, tal vez
para siempre.
Se han ido al
Coto, le decían todos. Se han juntao con un grupo de Lebrija. ¿Qué van a hacer?
No sé, pegar unos tiros, hacer la guerra por su cuenta. Por Dios, por Dios. Recordaba la Moricha mientras el
agua la iba haciendo más vieja, sus manos enrojecidas de agarrarse a los
matorrales. El sol se iba por el poniente, aunque parecía que iba a convertirse
en agua que sólo se mueve por la marea. El espacio se abomba, como si el sol
fuera un punto de fuga, de una inercia a un espacio infinito que para la
Moricha había terminado con el agua por el pecho. Pero el sol estaba allí,
hacía girar todo el espacio, como si el mundo de la marisma fuera un embudo, una
espiral, un remolino en el río. Sólo así se rompía la horizontalidad de este
mundo, su terrible presencia que anulaba todo lo demás. El mundo se torcía
hacia dentro, se giraba en un escorzo en el que podía adivinarse dolor y
angustia, o simplemente capricho o azar. Con el movimiento del sol, el aire
empezaba a moverse, la brisa, la marea generosa que llena de vida y sal a todo
este paraje. Después de tantas horas de calor horrible y plomizo, como si
pesase, de aire redondo que entra en los pulmones para salir por los poros, el
aire empezó a aligerar, a moverse cargado de mosquitos que no pican a las
viejas como ella. El agua estancada se llena de vida con la marea que sube, un
leve contorneo anuncia que esa agua se cambia y se estanca como si fuese la
vida misma. Un olor a sal se mezcla con el olor a fango y a barro, olores fríos
y calientes, que no chocan sino que se mezclan como todo en la marisma, mundo
híbrido y tal vez originario, como si fuera ese caos originario del que surge
todo, el cielo, la tierra y el mar.
La Moricha se
levantó y se puso de pie, el mundo era menos amenazante. Empezó a andar por un
camino que sobresalía del agua, al fondo una casa, aunque muy al fondo, muy
lejos. Tan lejos que habría que recorrer todos los horizontes posibles para
llegar.
***
Después de andar horas por aquel
infinito desesperante, en la lejanía apareció un vestigio de verticalidad, un
rastro de algo diferente al agua insalubre y la tierra preñada de barro. Era un
punto que se movía, no se sabía si se acercaba o se alejaba, se movía. ¿Qué
será eso? ¿Vendrá para acá? ¿Será peligroso, un animal o peor, un guardia
civil? La boca de la Moricha se llenaba del regusto de la tierra, los dientes
le rechinaban con granos de arena. Era un sabor conocido, el miedo.
El punto se iba
acercando, no cabía ninguna duda, se iba haciendo cada vez mayor, llenándose de
carne, una piernas, un andar cansino, probablemente agotado, un movimiento poco
acompasado, se detiene, sigue, se detiene de nuevo, se coloca algo sobre los
hombros, lo vuelve a coger, se tambalea, pero sigue, anda resuelto aunque su
determinación no duraba más que un puñado de metros, bajaba su carga con gran
rapidez y la cogía con la máxima lentitud, el aire entre la Moricha y el
individuo que vagaba por la marisma se iba reduciendo, le oía gritar, insultar,
blasfemar. La carga fue adquiriendo una forma determinada, su silueta fue
saliendo de la tiranía de la horizontalidad para ir tomando su propia densidad,
de los sueños a la realidad. Un hombre con otro a los hombros, iban recorriendo
ese espacio desnudo y sus cuerpos se iban llenando de propiedades y
características. La camisa roja, pantalones grises, gorra, la camisa blanca del
que iba en los hombros, gorra el que caminaba. Iban sumándose los detalles, las
botas con los cordones desabrochados. Aparecen las manos, el cuello, el sonido
de las botas chocando con el suelo. La Moricha discutía con su propio miedo,
¿qué puedo hacer? No podía huir, era imposible levantar los zapatos del limo,
era prisionera de aquel paisaje. La Moricha tumbada en la tierra, esperaba.
Las figuras se
van acercando, ya se oye el ruido de sus pisadas, aunque se distinguen los
cuerpos no se dibujan aún sus caras ni sus manos ni sus cicatrices, todavía
queda mucho de horizonte en sus cuerpos, de bruma, de marisma.
¿Quién va? El
sonido cruzaba el aire perezoso, tardó en llegar porque tardó en salir por la
garganta de la vieja llena de estrías formadas por los granos de tierra. ¿Quién
va? Por fin volvió el sonido, Soy el de Antonio, el Mato. La Moricha tardó en
reaccionar. Primero pensó en su marido, en Antonio, sí el Mato como le
llamaban. No había pensado en él desde que lo llamó en la fosa y no le
contestó. No había pensado en él después de llamarlo, ni en el camino al río,
ni con los riacheros. Ni un segundo. Tantos años juntos o más o menos juntos
para que ahora pareciera que no hubiera existido jamás. No sabía si sentía
culpa, rencor, despecho. Amor seguro que no, tristeza tampoco. La Moricha pensó
si no solo su boca se había llenado de tierra, también su cabeza, su memoria,
sus recuerdos, su corazón. Todo estaba lleno de tierra y mar, de marisma,
también ella.
Somos los de
Antonio el Mato. El sonido encontró un eco en su cabeza, al principio chocó
contra un rincón de su cabeza, solo después llegó al otro extremo de sus
entendederas. Soy el de Antonio el Mato. La vieja no sabía si se lo habían
repetido o no. Se levantó, su cara se levantó desde el suelo hasta el aire. Sí,
eran sus hijos, sus hijos que habían sido escupidos y vomitados por la tierra,
casi como ella misma.
Soy Antonio. A
mi hermano Manuel me lo acaban de matar. La figura de su hijo Manuel fue
llenándose de detalles, también de historias, caricias, de canciones. El cuerpo
de su hijo se fue llenando de recuerdos, de tiempo pasado y ya ido para
siempre. A mi hermano Manuel me lo acaban de matar. No sabía si se lo había
repetido o que simplemente lo acababa de entender. Me lo acaban de matar.
¿Matar? ¿Quién vive? La Moricha llena de barro, no le dijo nada a su hijo, solo
pudo mirarlo como quien mira al horizonte y nada pide ni nada espera. ¿Quién
vive? La madre y el hijo se quedaron mirando. Se miraban como los campesinos
del Ángelus de Millet, es decir, como si no mirasen nada. Al rato de no
articular palabra, se fueron en la dirección que uno de ellos había cogido, no
importaba quien los persiguiera por allí, el horizonte tiene eso, no importa
hacia donde ir, lo único importante es no dejarse absorber por él. Y así fue
como las figuras de Antonio que llevaba a Manuel en los hombros y la de la
vieja se desvanecieron en el horizonte.
***
El ruido llegó antes, disperso,
difuminado, pero ruido. Constante, mecánico, insistente, cada vez más cerca.
Miró hacia atrás, solo le hacía falta entornar los ojos un poco más para que los
contornos se fueran transformado en una cosa reconocible, familiar y terrible,
un coche de la Guardia Civil.
Al llegar al
cuartelillo los separaron, a Manuel una paliza para empezar y a la madre ya se
vería. Los golpes se oían en todas las habitaciones del sótano, traspasaban las
paredes sucias y delatoras por unas manchas de sangre que nadie se había
molestado en limpiar. Cada golpe tenía su eco en las caras de esa habitación.
Dos pistoleros falangistas vigilaban a la madre. En la cara de uno, por cada
golpe una sonrisa solo una décima de segundo después del impacto de la bota en
la cabeza del hijoputa. El otro jaleaba cada golpe como si su ánimo fuera
necesario para coger energía para el próximo golpe, sí cada golpe tenía su
preparación, su concentración, su intención particular, su propia mala leche. A
cada golpe le contestaba, toma ya, cabrón te lo mereces, así aprenderás. A cada
golpe un juicio por el pasado, por lo hecho, era culpable no de ese golpe ni
del otro, de todos, los dados y los por dar, de todos. Ya no nos joderás más,
no molestarás, ni tú ni tus amigos, ¿verdad? Los dos pistoleros miraban el
fondo del calabozo sin ver, toda su atención estaba concentrada en los sonidos
entrecortados y crípticos como un mensaje cifrado, y ellos sabían el lenguaje
que se estaba utilizando. La vieja estaba allí para demostrarles que sus jefes
no confiaban en ellos, que no eran tan apreciados como ellos creían. ¿Por qué
nosotros no podemos participar de la fiesta? ¡Qué cabrones!, todo para ellos,
¿y nosotros qué?
El cuerpo de la
Moricha también traducía lo que estaba pasando en la otra habitación, el
mensaje cifrado que pasaba por los muros ella lo descodificaba de otra manera. El
chasquido se traducía en que sus ojos se cerraban a toda velocidad para
abrirlos cuando el silencio traspasaba otra vez la pared, los gritos se le
contraían entre la barriga y el pecho, el corazón se le detenía, el siguiente
silencio se paraba en sus pulmones, aguantaba la respiración para poder
resistir mejor el dolor. Su cuerpo en tensión esperaba el siguiente golpe a su
hijo.
En vez de darle
hostias a ese cabrón, nos mandan vigilar a ésta. Le dijo Antonio Cabral a
Ernesto Cala. Antonio venía de Lebrija, allí se había labrado una fama que le
precedía y que había llegado a todos los rincones de la comarca. Su brutalidad
era famosa, decía que su puño era como una sandía y que la sandía se rompía en la
cara de los cabrones. Ernesto venía de Sánlucar, había visto en el inicio de la
guerra todo un negocio, si no que le dijeran cómo había pasado de ser un
zapatero de poca monta a ser un miembro valorado de la Falange. Ahora tenía que
ganar puntos e ir subiendo en la consideración de sus jefes. Aunque ni Ernesto
ni Antonio era de Trebujena, sí que tenían familia allí, iban de vez en cuando,
aunque en estos días de septiembre se pasaban allí buena parte del día.
¿Cómo fue lo de
Antonio Cabral? ¿Fue antes la pierna desnuda que se le veía a la Moricha
agachada en el suelo?, ¿fue antes la punzada en su polla?, ¿o el aburrimiento, la envidia de los que
estaban en la otra habitación demostrando lo hombres que eran? Con esta
podríamos hacer algo. ¿Hacer algo? Sí, hombre, no ves que seguro que le gusta.
¿Que te la quieres follar? ¿Y tú no quieres?, no pongas esa cara que sé que
tienes ganas. Ernesto no podía entender cómo Antonio podía querer violar a esa
mujer cuando los golpes volvían a retumbar en la habitación de al lado. ¿Cómo
puedes pensar ahora en follar? No sé cómo puedes. La mirada que le lanzó
Ernesto a Antonio parecía de incredulidad aunque escondía una de asco. Cuanto
más se oían los golpes, más se tocaba la bragueta, dando pruebas de que no
estaba lanzando un farol. Entre los golpes, Ernesto escuchó perfectamente cómo
Antonio tragaba saliva, cómo le palpitaba la sangre, como si fueran olas
golpeando en el rompeolas.
Nosotros también
nos vamos a divertir, no solo van a pasarlo bien estos. La voz de Antonio
llegaba lejana a Ernesto, sin embargo entendió perfectamente la seguridad de su
voz, su determinación. Antonio se acerco a la Moricha, le tocó el pelo con
suavidad, le levantó la cara con el dedo índice y con ese mismo dedo le
acarició la cara. La sonrisa en sus ojos dejaba entrever el pozo del deseo. La
mujer respondía a esa sonrisa con una total indiferencia como si no fuese con
ella, como si ella fuese transparente y la mirada de Antonio se refiriese a
otra mujer. Sin embargo, la sonrisa mutó en mueca para que la mujer supiera que
se trataba de ella, y se dio cuenta, no dijo nada pero su mirada dejó de ser
transparente como si fuese su única defensa, la única opción de oposición y de
opacidad.
Toda la
indignación había pasado ya a cansancio. ¿Cómo te vas a follar a esta vieja?
¿No ves que es una vieja? ¿Cómo se te puede empalmar con esta? No ves que no es
más que una vieja. Asco te debería dar, mira qué tetas tan caídas. Vaya mierda,
no tienes a nadie mejor a quien metérsela. Ernesto le habló a Antonio con un
gesto de cansancio, le daba igual qué pasara con la maldita vieja, solo quería
que no la violara en su presencia, estaba cansado de tanta bestialidad.
Antonio, que
todavía tenía el dedo índice sobre la barbilla, sintió que, si insistía, el
poder podría vencer a la vergüenza. Sin embargo, posó su dedo sobre la nariz de
la vieja y la empujo suavemente, como si la mueca de su cara ocupase todo su
cuerpo.
***
La Moricha y su hijo Antonio
llevaban más de una semana en el cuartel de la Guardia Civil de Trebujena, las
palizas se fueron espaciando, al principio cada día, al quinto parecía que se
habían olvidado de ellos. Sólo las borracheras hacían que los guardias y los
pistoleros que venían cada dos días de otros pueblos se acordasen de los dos
desgraciados, cada noche de borrachera había paliza. La madre y el hijo
empezaron a tener visitas, una de los Pazos, primos segundos de la Moricha, se
acercó, era la prima Irene. La visita era más por obligación que por otra cosa,
su madre Catalina casi la había obligado. Tienes que ir, es de nuestra familia.
Así a finales de
septiembre del 36, Irene se presentó en la plaza del pueblo, era muy de mañana.
El puesto de la Guardia Civil estaba en plena plaza, frente a la iglesia. Irene
llamó, la primera vez despacio, al ver que nadie le contestaba decidió llamar
más fuerte pero sin querer hacerse notar, deseando que nadie le contestase.
¿Quién va? La Irene, de los Pazos. ¿Qué carajo quieres aquí? Sí, sí, ¿puedo ver
a la Moricha? ¿A la Moricha? ¿Cómo sabes que está aquí? Lo sabe todo el pueblo.
Claro, todo el pueblo, para lo que os interesa os enteráis de todo. ¿Puedo
verla? ¿Para qué? Para ver si está bien, si necesita algo, no sé. ¿Tú eres
tonta? ¿Que te crees que aquí nos comemos a la gente? No, señor, no creo eso,
solo que somos familia y queríamos ayudar. Venga, pasa. La Irene sentía que el
pasillo del cuartelillo se aceleraba ante sus pasos, las paredes blancas, desnudas,
llenas de desconchones, con manchas de humedad y con una porquería que caía a chorreones
parecían que se estrechaban. El guardia se Sueve los mocos, quizá escupa.
Mientras sus pies no dejan ningún ruido, los del guardia se suceden en unas
pisadas que marcan el ritmo de su respiración.
Aquí es, que
pareces tonta. Perdone, señor. La Irene casi no reconocía a la Moricha, su piel
se había contraído en los diez días que hacía que no la veía, el pelo estaba
pegado a su cara, sus ropas hechas jirones, la mirada aletargada por la
claridad excesiva que entraba por la puerta abierta. Aunque el calabozo era
pequeño, las dos figuras parecían no tener ninguna conexión, el hijo estaba sentado en el suelo con la
cabeza apoyada en los brazos, ni siquiera se inmutó cuando su prima segunda
entró. Cuando la puerta se cerró, nadie se
atrevía a decir nada. Antonio respondió a la mirada de la Irene con una total
indiferencia. ¿Qué se creerá ésta? ¿Por qué viene aquí? Para contarle a todo el
pueblo lo mal que estamos. En vez de ponerse a luchar, se pasan todo el día murmurando.
La Moricha salió
del estado de ensoñación. La Irene, ¿eres tú? La cara de la Irene le pareció
extraña, tan lejana, de otro tiempo. No sintió sorpresa alguna porque ya no
tenía ninguna capacidad de sorpresa, aceptaba las cosas como iban viniendo, sin
preguntarse ningún porqué, sin pedir explicaciones. La cara de la Irene no la
sacó de su mutismo, de su tiempo tan apretado como la cal. Moricha, soy yo, la
Irene. ¿No me reconoces? He venido para ver si necesitas algo, si estás bien.
Moricha, ¿me oyes?, ¿sabes quién soy?
La Moricha oía
aunque no quisiera, su coraza todavía tenía fugas, resquicios que se negaban a
cerrarse. Oía aunque muy despacio. Su cuerpo le decía que la muchacha
pertenecía al pasado, y que del pasado ya no había nada La Irene recorrió el
calabozo con su mirada. Antonio le seguía mirando con arrogancia, el cuerpo de
la Moricha arrugado sobre sí como si fuese una interrogación.
Al igual que los
ojos de la Irene se acostumbraron a la falta de luz, los oídos de la Moricha
también salieron de su interrogación. Le dio noticias de sus familiares, poco a
poco fue reconociendo nombres, asociando caras. El mundo iba ajustándose a sus
contornos, las caras, los nombres, las historias, la guerra. Mientras hablaba
la Irene, las cosas iban coincidiendo consigo mismas en la mente de la Moricha.
¿Es verdad lo
que dicen de ti? ¿Es verdad eso que saliste viva de la tumba? La Moricha se
imaginó a sí misma… Poco a poco La Moricha iba coincidiendo con ella misma,
pero cuando sus propios contornos coincidían sintió un malestar, cierta
indignidad. Cierto amargor de indignidad y mucha culpabilidad, que sabe como la
bilis. La Moricha se preguntó porqué le tenía que haber pasado a ella, porqué
ella sí y su marido no, pero sobre todo se preguntó qué hacía ella viva, si
realmente lo estaba y si lo quería estar.
La Irene retrocedió
cuando se acercó Antonio. Le miró con miedo, era temor lo que sentía hacia su primo.
Irene, Irene, ¿tú podrías ir a Jerez? La pregunta asustó a la prima. ¿Qué
querrá de mí? Espero que no me meta en sus follones políticos. Sí, sí puedo ir
a Jerez, puedo coger el autobús de por la mañana. Aunque su voz parecía segura,
justo al final de cada frase la entonación bajaba por el miedo. Bueno, quiero que
me hagas un favor, un favor muy grande.
Antonio habló de
un coronel, un tal Matías Díaz. Lo había conocido en la mili, un par de años
antes y sabía que estaba en Jerez. Antonio había coincidido en su unidad, le
había tocado un destino que todos los soldados de su barracón envidiaban, el de
camarero en el bar de oficiales. Allí era fácil no hacer nada y estar
tranquilo, cuando llegaban los mandos y empezaban a beber no había arrestos ni
órdenes a gritos, a veces, al cerrar, bebían juntos los mandos y los camareros,
bromeaban, decían chistes. Las borracheras del coronel Díaz empezaban siendo
magníficas, se reía con un estruendo, todo su rostro se desfiguraba. Cantaba,
insultaba a todo el mundo y gritaba que era el mejor puto soldado. Tras ese
punto, se desmoronaba, la borrachera le cogía y lo ponía melancólico y triste.
En ese punto nadie quería aguantarlo, sólo Antonio. Primero por curiosidad de
ver como los que mandaban por la mañana con esos gritos, los que se preocupaban
tanto porque sus botas brillasen y estuvieran lustrosas, se derrumbaban por las
noches como si se le cayeran encima todas las derrotas del mundo, las sidas y
las por venir. Después casi por compasión, y al final por amistad. El coronel
no necesitó muchas borracheras para reconocer en el camarero un amigo, alguien
por el que sentía afecto. Antonio y el coronel solo hablaban por la noche, en
el bar de oficiales, cuando ya todos se habían ido y no había nadie con quien
hablar o beber. Con el paso de los meses su trato aumento, se veían de vez en
cuando por la tarde, hablaban de fútbol y de lo cabrones que eran los otros
mandos, también de cuánto hijoputa había en la política de este país.
A pesar de que
Antonio no le había visto desde el final de la mili, sabía de sus ascensos en
el ejército. Aunque conocía bien lo cabrón que podía llegar a ser, y que
efectivamente era, no podía evitar imaginarlo con esa mirada necesitada,
implorante, que tenía las noches en el frío cuartel de Zaragoza. Sí, le había
seguido la pista. Sabía que, cómo no, estaba en el alzamiento y que había hecho
fortuna bajo el mando de Queipo del Llano. Se había quedado en su Jerez natal,
para que no hubiera sustos en toda la provincia de Cádiz, con todo el poder
sobre civiles y militares.
Irene, ¿irás a
ver al coronel? ¿Le dirás que estoy aquí con mi madre? Dile que yo no he hecho
nada, que solo tenía mucho miedo, que me ayude por lo que más quiera. Dile que
me fui del pueblo porque tenía miedo, que temía por mi hermano que sí era un
tío peligroso, que estaba todo el día pensando en llegar al frente para pasarse
al bando republicano. Sí, díselo como te lo estoy diciendo yo. ¿Me entiendes?
***
Cuando el coronel Díaz recibió la
noticia le costó solo un instante recordar a Antonio Pazos. El cabronazo,
cuánto tiempo sin saber nada de él. Las correrías de aquel año y pico pasaron
por su cabeza y conforme iba recordando una sonrisa entre pícara y
autocomplaciente se esbozó en su rostro. ¿Cómo que está en problemas si es un
tío como es debido? La Irene iba soltando la retahíla que tanto le había
costado aprenderse de memoria. Se acuerda mucho de usted, dice que fueron los
mejores tiempos de su vida, que él nunca hizo nada malo, nada de iglesias ni de
partidos, que se fue por su hermano.
Desde que se
hizo cargo de la gobernación de la comarca de Jerez era la primera vez que
alguien le pedía un favor. Había puesto en orden toda su zona, los informes que
le mandaba al general eran todos favorables. Por aquí ya no iban a pasar los
rojos ni la madre que los parió. Había hecho del deber su santo y seña, del
honor y de la obediencia a sus superiores su mayor virtud. Sí mi general,
limpiaré de rojos toda esta zona, hasta la sierra si es preciso. Ah, el frente,
siempre el frente, y él aquí en retaguardia, limpiando los despojos de esos
malnacidos, si al menos estuviera en Sevilla, allí sí que se hacían las cosas
bien hechas, y en el frente, sólo era cuestión de tiempo, le reconocerían sus
méritos, su trabajo bien hecho, el deber como Dios manda, ah el frente.
El coronel Díaz
volvió a la conversación, o más bien a ese ruido de fondo que era la voz de la
Irene. Con un amago de movimiento de la mano, la Irene calló, su voz se iba
perdiendo por los ecos de la habitación. La saliva pasando por su garganta se
oía más que la sombra de sus palabras. Sus manos se juntaron y las colocó en
los pliegues de su falda, bajó su cabeza y sus ojos se posaron en el suelo. La
sumisión de la pobre niña casi le hace reír, pero se contuvo, no porque fuera
humillante, sino porque sentía como si se rebajase ante aquella desgraciada, él
el coronel Díaz.
Los pequeños
senos marcados en la camisa desgastada hicieron que distrajese de la situación,
incluso de su patetismo. No era ni guapa ni fea, sus ropas horribles, pero
podía tener un polvo. La silueta de los senos le llevó directamente a Antonio
Pazos, no pudo esconder una sonrisa por aquella asociación de ideas que hacía
que la situación fuese realmente cómica. Joder, cómo nos poníamos en aquellos
tiempos, no había bragas que se nos resistieran. Y ahora con los asuntos tan
importantes que tenía que hacer y aquí perdiendo el tiempo con ésta. Pensó en
las armas que habían requisado en el cortijo de la carretera de Arcos, ¿dónde
pensarían usarlas? Su próximo informe le
preocupaba más de la cuenta. ¿Qué diría el general Queipo? No podía permitirse
ningún fallo, mierda de armas, se acordó de Casas Viejas, entonces no sabían
cómo arreglar las cosas, ahora...
Un giro
imperceptible en la cabeza de la Irene, lo volvió a situar. El movimiento de la
cabeza de la Irene era una promesa de levantarla y mirar a los ojos del
coronel. Promesa que solo fueron unos centímetros, no más, lo suficiente para
que la curiosidad se tornara en miedo otra vez. La sumisión arrugaba otra vez
el cuerpo de la niña como si solo la humillación salvara la vida de todos. El
coronel quería acabar ya con aquello, se concentró en su poder, poder de salvar
y condenar a quién quisiera. Ya había condenado a todos los que quiso, pero
nunca había salvado a nadie, y mucho menos un compromiso personal, un antiguo
amigo que recurría a él. El poder tiene muchas caras y el coronel conocía ya casi
todas. El poder del coronel se mezcló rápidamente con su justicia, con su
benevolencia, su amistad.
***
¡Qué bien, hija! Cuánto me alegro
de que hayas venido a verme. La Moricha lo decía de corazón. Irenita mía, qué
bien estás, qué guapa. Hacía más de diez años que la Moricha se había ido a
vivir a Jerez y, desde entonces, no había vuelto al pueblo ni una sola vez. La
que está bien es usted, tía, se conserva estupendamente. La Moricha vestía de
negro riguroso, estaba chupada, sin carne en la cara ni en los brazos.
La Irene
recordaba perfectamente aquel septiembre de guerra, ¿se acuerda usted?, se lo
quería preguntar pero no se atrevía. Su cuerpo roto con forma de interrogación,
los ojos ausentes. ¿Qué pasó dentro del cuartelillo? ¿Le pegaron? ¿Le hicieron
algo muy malo? La Irene no se atrevía, aunque cada uno de los silencios le invitase
a preguntar por aquella semana en el cuartelillo. ¿Qué le hicieron a su hijo?
¿Denunció a sus amigos? Parecía que los ojos de la vieja sabían lo que rondaba dentro de la cabeza de la
joven. Seguro que ella también estaba pensando en aquellos días. Uno de los
silencios se alargó, ¿le estaba invitando a preguntar? La cara de la Irene se
sumó al silencio, agrandándolo.
La Moricha vivía
sola en Jerez, trabajaba en la puerta del mercado vendiendo camarones,
tagarninas, caracoles. Todos los días de plaza se sentaba en una silla y ponía
su pequeño puestecillo. Formando parte del escenario de las mañanas de mercado,
justo a la salida, junto a un puñado de puestos exactamente iguales que el suyo
y cerca de viejas que eran exactamente iguales que ella. Todo se mezclaba con
el olor a pescado, que es como la vida que pronto se pudre.
La Moricha no
iba nunca al pueblo, representando a la familia, la Irene la visitaba cuando
podía. La joven, en esa ocasión, había cogido el autobús para Jerez, aunque
tenía su dirección prefirió buscarla en el mercado, ella sabía el sitio donde
se ponía. Aunque los años fueran pasando, La Irene sentía la obligación de ir a
ver a su pariente, había un lazo entre ellas desde que vio a la Moricha sufrir
hasta lo indecible aquel septiembre de guerra, desde que la vio rota de dolor.
La Irene llegó a
Jerez, varias personas del pueblo iban a la residencia, quizá a ver a algún
pariente. Las calles de la gran ciudad recorridas tantas veces, pero siempre
ajenas y diferentes. El mercado, la gente, el bullicio, las flores, los
caracoles vivos que iban dejando un hilo pringoso, las almejas con la lengua
roja. Las viejas, sí allí están las viejas con sus puestos. La Irene las veía a
todas iguales, viejas, vestidas de negro. Tuvo que preguntar. ¿Sabe usted dónde
se pone la Moricha, una mujer de Trebujena? Sí, claro, la del fondo, la que
está junto a la pared. Cuando se iba acercando, la figura, el rostro, la
historia de la Moricha se iba haciendo presente, con una presencia incómoda, la
Irene pensó en el pasado, en la guerra y lo que vino después. La vieja tenía
pegado todo en su ropa, en su cara y en su vida.
Hola, tía. La
mirada perdida de la vieja se posó en el rostro aún joven de la Irene. Mi
Irene. ¿Cómo estás, mi niña? ¡Cuánto me alegro que hayas venido a verme! Lo
decía de todo el corazón, casi con lágrimas. ¿Cómo está usted? Parece que está
bien, ¿no? Ay, hija, ya son muchos años. Los silencios comenzaron pronto,
después de cada uno de ellos, la frase siguiente no tenía ninguna conexión con
las anteriores, como si la conversación siempre empezase de cero y terminase en
cero.
Tenían razón los
temores de la Irene, volvía el pasado, los malos tiempos. Detrás del último
silencio, la vieja preguntó por los guardias civiles. No ya son otros, aquellos
se fueron y no volvieron. Tras otro silencio, ¿sabes algo de mi hijo Antonio?
La pregunta de la vieja le extrañó, ella se moría por preguntárselo. No sé
nada, en el pueblo hay quien dice que alguna vez lo ha visto por ahí, por
Lebrija, incluso, por Sevilla. No sé nada, sólo habladurías, ya sabe usted cómo
somos en los pueblos. La Moricha recordó la última vez que vio a su hijo.
Llegamos a Jerez en el camión del ejército. El tiempo se arrugaba como solo
sabían hacerlo las arrugas de su cara. Llegamos a Jerez, pasaron por calles con
muchos coches, el cuartel era grande, muy grande. Cuando entramos en el cuartel,
avanzamos hasta que el coronel, el amigo de mi hijo, nos salió al encuentro, se
saludaron con un abrazo, dando gritos y palmadas en la espalda. Mi hijo parecía
muy contento, hablaban de los viejos tiempos, así le llamaban a uno de los
tiempos de mi hijo que a mí se me escapaban, uno de tantos. Entraron en la
casa, ellos no paraban de dar gritos, yo me senté en una silla que estaba al
fondo para no molestar, el coronel hablaba de lo bien que se lo iban a pasar
ahora, que aquí nadie lo comprendía, que no tenía amigos. Mi hijo le decía a
todo que sí, cómo nos lo vamos a pasar, quillo. Seremos como siempre,
inseparables, las tías se van a enterar quién somos. ¿Te acuerdas la tía
aquella de Salamanca? ¿La de las tetas gordas? No me voy a acordar, casi me
asfixia. Las risas llenaban la habitación como el humo de los cigarros. Toma
fuma esto, te gustará, tabaco del bueno, no esa mierda que venden por ahí.
Después de una hora o dos, el coronel dijo que tenía que marcharse, que tenía
cosas que hacer. Dos días después no teníamos ninguna noticia del coronel, mi
hijo lo llamó varias veces, pero el secretario decía que estaba ocupado,
siempre muy ocupado. Fuimos a ver a unos parientes que vivían en el barrio de
Santiago, allí nos alojamos, los días que necesitéis, no hay prisa, en estos
tiempos la familia está para ayudar. Una semana después, las respuestas del
secretario siempre eran las mismas. A los pocos días mi hijo me dijo que se
iba, ¿adónde?, no sé, quizá a Sevilla, me han dicho que allí hay buenos
negocios, ten cuidado a ver dónde te vas a meter. La mañana siguiente se fue y
no lo volví a ver más.
La Moricha no le
dijo nada a la Irene, tampoco ésta le preguntó, la miraba en sus silencios como
si todos los silencios fueran iguales, como si todos los pensamientos fueran
iguales.
***
Después de muchos años la Moricha
pensó otra vez en su pueblo, la Irene le insistía en que las visitase. Durante
varios años estuvo a punto de ir a la feria de Palomares, lo tenía decidido
pero al final, el día de antes, unas pesadillas hacían que cambiara de idea.
Después de tantos años, ¿cómo estarán los que quedan vivos? ¿Qué quedará de los
muertos? ¿Y de los que se fueron? Tal vez buscara algún tipo de reconciliación,
perdonar, olvidar, ¿le quedaba tanta vida como para esperar vivirla en paz? La
Moricha lo pensó bien, ¿por qué ahora?, ¿por qué no antes cuando aún quedaban
más vivos? Se lo dijo a la Irene, mira niña, quiero ir a ver a la virgen de
Palomares, me ha dado consuelo en estos años y se lo quiero agradecer.
Se montó en el
autobús, quería hacer ese trayecto sola, sin que la Irene le acompañara. ¿Son
todos los viajes iguales?, ¿es igual el de ida que el de vuelta? El paisaje sí
que era igual, siempre septiembre, las viñas hechas sarmientos a punto de ser
quemadas. Un tiempo circular se interponía en la distancia del tiempo, lo mismo
y lo diferente, lo que quedaba lejos, muy lejos, lo que parece que no se ha
ido. ¿Reconciliarse con qué? ¿Hay justicia en el tiempo?, ¿algo que no se vaya?
Los recuerdos de los suyos quedaban muy lejos. Antonio, Manuel, sus otros
hijos, ¿dónde estarán? Se iba poniendo cada vez más nerviosa, ¿qué estoy
buscando?, ¿por qué volver? ¿Crees que vas a encontrar algo del pasado? No
habías venido por miedo y ahora vienes por esperanza. ¿Esperanza de qué? ¿No es
todo esto un disparate?
Ya se veía el
pueblo, ¿cómo estará la marisma?, ¿seguirá igual? Pensar en la marisma la
tranquilizó, sus recuerdos de infancia. La marisma volvía a su memoria, el río,
el fango, las mareas. Los recuerdos se resistían, ¿Antonio? No llegaba casi a
su memoria, se difuminaba, se perdía antes de llegar, ¿qué quedaba de él? ¿Los
hijos?¿La guerra? No podía traerlos, estos recuerdos se resistían porque no
querían volver, no querían volver a existir. La Moricha trató de tirar de ellos,
se concentró pero saltaban en pedazos como una bomba olvidada. Su vida hecha
jirones, ¿dónde estaba su vida?, ¿en qué parte de su memoria? No fue capaz de
responder.
La Irene fue a
buscarla a la parada. Era imposible pero parecía más vieja, vieja sobre vieja.
Le ayudó a bajar, venga deje que le ayude, que se puede lastimar. El pueblo
parecía otro, qué distinto, parece como si sus recuerdos y las calles no se
parecieran en nada. La feria hacía que el pueblo pareciera haberse extendido,
como una ciudad artificial, soñada, que se añadía al pueblo como un apéndice
engañoso. Venga tía, es por ahí. Las caras habían cambiado, iba buscando
retazos de familiaridad, que sus recuerdos encajasen con la realidad, pero las
cosas son tozudas, todo había cambiado, ¿quiénes eran esos niños?, se gritaban
motes que resonaban en su memoria, pero las caras y los nombres no se
correspondían, las cosas se empeñaban en ser demasiado verdad y sus recuerdos
en difuminarse. La Moricha se arrepintió de haber venido, tanto tiempo esperando,
¿a qué?, ¿dónde está la reconciliación? La vieja miró a la Irene, allí estaba
ella, siempre se había preocupado por ella, le había cuidado, sus visitas a
Jerez hacían que pareciese que recuperaba algo perdido. Ahora estaba allí la
vieja, jugándose toda su vida a una carta, sin saber si de veras quería ganar,
pensando que nada se puede recuperar, que su pasado se fue, que el tiempo
siempre es injusto. Buscaba hilvanar su tiempo, buscarle un sentido a todo lo
que le había pasado, sus pérdidas, lo irreparable, lo necesario.
Mire, allí está
la tía Paula, la prima Montse, están deseando verte. ¡Qué alegría!, ¡cuánto
tiempo! Sus palabras resonaban desde muy lejos, tampoco las caras correspondían
a los recuerdos. Trató de ser amable, se lo decían de corazón, le habían estado
esperando durante más de veinte años. Vamos a la procesión, este año han puesto
a la Virgen más guapa que nunca. La Moricha era especialmente sensible a esas
palabras, “este año”, “nunca”. El tiempo se encogía, se alargaba, elástico a traición,
injusto para dañar, ahí estaba el presente inconexo, ajeno al pasado, más bien
al revés, un pasado que busca un presente con el que reconciliarse,
reconocerse, salvarse. La procesión recorrió las calles del pueblo, la gente se
agolpaba, las autoridades en la cabecera, el paso de la Virgen santísima, la
banda con los niños tan guapos con sus uniformes, el brillo de los
instrumentos. Las marchas procesionales, los pasodobles. Después a la feria,
las casetas, la familia que se reúne, todo para ella, una fiesta entrañable. Un
recibimiento para la que se fue hace tanto tiempo.
En la caseta
todo era bullicio, las niñas bailando sevillanas y bulerías, los gritos, el
mosto. Allí estaban las primas, sus hijos e hijas, todos sabedores de su
historia, todos habían escuchado el milagro que le salvó la vida, querían
verla, que contara su historia, cómo fue, qué pasó. La Moricha casi sin hablar
se sentó, sus huesos más viejos que ella estaban doloridos y cansados. Las
conversaciones se perdían en el espacio y en el ruido, ella solo miraba, como
si fuese una espectadora, ajena a los comentarios, a los mimos y sonrisas. Uno
de la familia se levantó y le dijo algo a su prima, vámonos a otro sitio, ahí
están esos. Se refería a que dos mesas más allá, estaban sentados un grupo de
fascistas, adornados con sus triunfos de guerra, empezaron a cantar sus
canciones, que el alcohol aumentaba de brío y volumen. La Moricha miró sin
miedo, sin resentimiento, buscando qué sentir y sin saber si eso estaba bien o
mal. Las caras nada le dijeron, muchos jóvenes, muchos viejos, ¿quiénes serán?,
buscaba en sus rostros alguna historia, culpabilidades, gestos de perdón, no
encontró nada. Sólo veía bocas abiertas, muecas, gestos obscenos y risas,
muchas risas, y gritos, como si los demás tuvieran que saber quiénes eran ellos
y porqué gritaban tan fuerte. ¿Es esto miedo? Algo familiar y terrible estaba
allí, en esa caseta, no eran las insignias ni aquellos ridículos uniformes, era
otra cosa. Lo reconoció, sí es él, Juan Caro estaba viejo como ella, no tan
arrugado, el dolor no le había mellado el cuerpo, y quizá el alma. Tenía buen
aspecto, alto, todavía fuerte, bien plantado. Lo miró con todas sus fuerzas
para atraer su mirada, pero él seguía con su vaso de mosto delante y sonriendo
sin parar, hacia un lado, hacia otro. La Moricha pensó en las pocas veces que
se había acordado de él en todos estos años. Sus recuerdos eran nebulosos, no
como todos los recuerdos, aún más, su rostro con el sol de fondo, sus gritos,
su mirada intrigada. Su rostro aparecía cansado, empujando una carretilla, la
carretilla donde su cuerpo pesaba como la tierra entera, su rostro vibraba,
quizá el traqueteo de los adoquines y las piedras, otra vez sus gritos, ya voy,
ya voy. Mientras, Juan la miraba fijamente.
Se han levantado
de la mesa, además de cantar mueven sus puños altos, muy peinados, sus
uniformes impecables. Juan Caro tarda en levantarse, parece cansado, su boca se
abre menos. Lanza una mirada fugaz a la mesa de la familia de la Moricha. ¿Se
acordará de los desconchones de las paredes?, ¿de las agujeros de las balas?,
¿de los rastros de sangre? ¿Sonarán todavía los tiros en sus oídos? ¿Brillaba
en su mirada a la mesa de la familia de la Moricha algo de vergüenza, de
culpabilidad? Su mirada no llevaba nada, nada, fue rápida, inocua,
transparente. ¿Me habrá visto?, ¿me habrá reconocido? Juan Caro dio un paso
atrás de la mesa, como si quisiera mover un poco las piernas, también sus
huesos son viejos, sus piernas estarán entumecidas. La Moricha se vio a sí
misma levantándose, sus piernas le llevaban hacia la mesa de los fascistas, sin
poder controlarlas, casi como una autómata, había venido al pueblo en realidad
para eso. Dio dos, tres pasos, al llegar al lado de Juan Caro le tocó el
hombro, no había sorpresa en su cara, como si siempre la hubiera esperado. La
Moricha lo miró con una mirada cristalina, sin pedir nada, le puso la mano en
el hombro y aproximó su cara, una milésima de segundo después le dio un beso en
su mejilla. La mirada de Juan Caro cambió, entornó los ojos tan fuerte como
pudo, se daba cuenta de lo que significaba el gesto de la Moricha. Ella recibió
su mirada como si un poco de reconciliación fuera aún posible. Mientras, los
amigos de Juan se reían a carcajadas de ella. Se dio la vuelta y con pasos cortos
volvió a la mesa de sus familiares.
Pero ¿cómo has
podido hacer eso?, ¿no sabes que era un de los fascistas que mataron a tu
marido? El enfado se mezclaba con lástima, pobre vieja, infeliz, ¿para esto nos
hemos reunido toda la familia? Tonta, más que tonta, le decían las miradas de
sus primas. ¿Qué haces? No te enteras, vieja chocha. Venían por una historia
contada y recontada en las cocinas de sus casas, siempre con susurros para que
nadie los escuchara y pudiera denunciarlos. Y ahora esto, la Moricha vio
decepción, el pasado siempre traiciona, no sabe quedarse dónde debería estar,
aparece y lo fastidia todo. Muchos de ellos se arrepentían de haber ido y se
disponían ya a marcharse. La Moricha sin levantar la voz, abrió la boca, ese
hombre me salvó la vida, no volvió a decir nada más. Dos años más tarde moriría
en esas fechas. También en septiembre.
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