martes, 4 de septiembre de 2012

Mahler (y 2): E Isaac preguntó.



En La imaginación sonora, Eugenio Trías critica a Adorno porque su interpretación de Mahler sea totalmente ciega al “gran tema de la fe”, más cuando es el tema explícito de alguna de sus mejores sinfonías, como son la Segunda, la Cuarta y la Octava. Y es que la cuestión religiosa en Mahler tiene una importancia fundamental, su reivindicación del tiempo como la gran categoría musical y la redención del mismo, lleva a Mahler a los límites del tiempo, hacia fuera del tiempo, hacia un absoluto que está fuera del tiempo, hacia Dios.

Hagamos camino. Pensemos en Bach, la música narra el gran viaje del cristianismo entre el alfa (la creación) y el omega (el fin del mundo). Pero es en sus dos Pasiones donde la música se enfrenta al omega, al fin de la existencia y del mundo. En la Pasión según san Juan, Bach nos muestra los misterios gloriosos, el verdadero núcleo del cristianismo: la muerte y resurrección de Cristo, la ascensión, el Pentecostés, la segunda venida, la resurrección de los muertos, el juicio final y el fin del mundo. La música de Bach nos muestra la economía de lo absoluto, del más allá; la música entra en lo absoluto, lo traspasa y permite que nosotros también entremos. Piensen ahora en la Cantata número 140, que celebra con regocijo la unión mística entre el alma y Jesús. Después de la muerte, la música ilumina con toda su fuerza el camino y participa de la máxima claridad y luz, la de Dios; y, además, nosotros participamos y asistimos a esa mutua posesión pasional y amorosa del espíritu y el alma: “Yo soy tuyo, y tú eres mío, yo soy tuyo y tú eres mío”.

Avancemos hasta Wagner. Al final de Tristán e Isolda, Isolda entona su liebestod, la muerte por amor. La heroína tiene la mirada perdida y nos habla. “Mirad cuán dulce y suave sonríe, sus ojos se entreabren con ternura. Mirad amigos” Isolda ve de nuevo a Tristán, el que había muerto poco antes, pero ahora lo ve de otra manera, para ella evidente, pero se da cuenta de que sólo es evidente para ella. “Mirad amigos. ¿No le veis?” Isolda ve la luz, la claridad de lo absoluto que brilla tras la muerte. “Cómo resplandece cada vez más luminoso. Cómo se alza rodeado de estrellas” La música de Isolda rasga el velo de la muerte, ve lo absoluto, su luz. Pero Isolda sabe que solo ella puede ver lo que la música le muestra. “¿Tan solo yo oigo esa voz llena de maravillosa suavidad que cual delicioso lamento todo lo revela en su consuelo tierno?”. A partir de ahora, Isolda ya no reclama que lo miremos, porque sabe que no podemos. Ahora, lo absoluto, el amor que ella ve detrás de la muerte, la convoca. “Es cual melodía que a partir de él me penetra resonando en mí sus ecos deliciosos. (…) Olas de aromas embriagadores, ¡cómo me envuelven! ¿Debo aspirarlas? ¿Debo percibirlas?”. Isolda da el paso adelante y se funde en el absoluto a través de la muerte. ”…en el infinito hálito del alma universal, en el gran todo, sumergirse sin conciencia…”. Por tanto, y frente a Bach, el personaje de Wagner ve a través de la muerte el infinito, el absoluto, pero nosotros no podemos ni participar ni intervenir.

¿Qué ocurre con Mahler? Según Alma: “Sus canciones religiosas, la segunda, la octava y todos los corales de las sinfonías brotaban de su propia personalidad, no eran algo que le vinieran de fuera. Nunca negó su origen de judío. Más bien, lo puso de relieve. Era un creyente en el cristianismo, un judío cristiano, y pagó las consecuencias”. Para su mujer, la conversión de Mahler al cristianismo no fue fingida ya que “sentía una fuerte inclinación por el misticismo católico”.

Es posible que más sinfonías tengan temas religiosos, pero Mahler se dedicó de lleno a estos temas en tres sinfonías. En la Segunda, Resurrección, que empieza por una marcha fúnebre, le sigue un scherzo diabólico y un quinto movimiento con el texto Oda a la resurrección de F. Kloppstock.

Resucitaréis, sí, resucitaréis

Cenizas mías, tras breve reposo.

(…)

No has vivido ni sufrido en vano.

¡Todo lo que nace debe perecer,

Todo lo que muere resucitará!

(…)

…me elevaré hacia la luz

Que ninguna mirada

Ha traspasado.

¡Moriré para vivir!

La Cuarta termina con un coro de niños que imaginan el Paraíso como un jardín de infancia maravilloso, se trata de una de las páginas más hermosas escritas por Mahler.

(…)

Llevamos una vida angelical,

Por eso somos bastante felices.

Saltamos y bailamos,

Brincamos y cantamos,

San Pedro en el cielo nos contempla

(…)

Fuentes rebosantes a nuestro placer,

Manzanas, peras y uvas.

Los jardineros nos permiten cogerlo todo.

(…)

No hay música en la Tierra

Comparable a la nuestra.

La Octava tiene dos partes bien diferenciadas. En la primera Mahler pone música a un himno medieval.

Ven, espíritu Creador,

Visita las almas de tus fieles

Llena de tu celeste Gracia

Los corazones que Tú has creado.

(…)

Conozcamos por Ti al Padre

Revélanos al Hijo

Y al Espíritu;

Haznos creer siempre en Ti.

En la segunda parte de la sinfonía Mahler pone música a fragmentos de la segunda parte de Fausto de Goethe. En estos textos se muestra la transmutación de Fausto rescatado por los ángeles y así eximido del pacto con Mefistófeles.

¿Cómo interpretar estas sinfonías? Adorno las rechazaba por completo, quizá su crítica más dura sea a la Octava, que entendía que era “una recaída en lo grandioso decorativo”, que “estaba contaminada por la ilusión de que asuntos sublimes garantizaban la sublimidad del contenido”, ya que “renegó de su propia idea de secularización radical de las palabras metafísicas”. Vaya, un resbalón.

Adorno interpretaba estas sinfonías como errores, ya que verdaderamente, en Mahler, igual que en Kafka, “no queda más trascendencia que el anhelo”, la trascendencia es inalcanzable, solo queda el deseo.

Contra este diagnóstico se alza Eugenio Trías. Para este autor, “toda la música de Mahler es una gnosis respecto al enigma de la muerte”. La octava es una metáfora de mutación y metamorfosis de “una nueva vida más allá del límite del mundo”. Esta sinfonía narra la vida eterna donde “la muerte es vencida y trascendida”.

¿Quién diablos tiene razón?, ¿cómo entender estas sinfonías?, ¿cómo interpretar algunas de las mejores páginas de la música de Mahler?

En 1909 Mahler le escribe una carta a Alma comentándole algunos aspectos de la Octava. Al referirse a la segunda parte del Fausto, señala que “es una alegoría para transmitir algo que, cualquiera que sea la forma que se le dé, nunca puede ser expresado adecuadamente”. Nos interesa subrayar esta idea de algo que no puede ser expresado correctamente, algo que se escapa al lenguaje de la música.

 Según Adorno, Mahler parte de un planteamiento en el que “la utópica identidad de arte y realidad se malogra”. El lenguaje artístico, para Mahler, no tiene la capacidad, que se suponía aún en el Romanticismo, de hacer transparente la realidad, de acceder al misterio del mundo. Recuerden, en este sentido, a Isolda “viendo” el “alma universal”, “el gran Todo”. Hay una fractura entre el lenguaje del arte y su capacidad de expresar la (verdadera) realidad. Hay un hiato, una grieta entre el arte y la realidad.

Partiendo de aquí, Mahler busca caminos, se lanza a la trascendencia entendiendo la muerte como un tránsito (Segunda), con una gran carga de ironía al imaginar un paraíso infantil (Cuarta), usando la metáfora de Fausto (Octava), aún a sabiendas de que “nunca puede ser expresado adecuadamente” esa trascendencia o absoluto. Parece que Mahler hace varios intentos, reconstrucciones de algo intangible, casi imposible de aprehender. Como una vez dijo un amigo suyo, Mahler era “un buscador de Dios”.

Esos intentos de Mahler sugieren una comparación con una figura bíblica, con Isaac. Cuenta el Génesis que Dios manda a Abraham sacrificar a su hijo. Al acercarse a la montaña, Isaac pregunta:” Tenemos el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?”. Abraham contesta: “Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío”.  Cuando Abraham agarra el cuchillo para degollar a su hijo, un ángel del Señor le grita desde el cielo: “No pongas tu mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño. Ya veo que obedeces a Dios y no me niegas a tu hijo único”. Pensemos en la mirada de Isaac, pongámonos en su lugar: ¿qué pensaría?, ¿qué entendería?, ¿oiría él al ángel?, ¿qué sentiría?, ¿qué pensaría de un Dios que mata a los niños? Muchos pintores, el mejor ejemplo Rembrandt, pintan esta escena con un Abraham tapándole la cara a Isaac que queda totalmente al margen de la escena, ajeno a ella. Otros pintores barrocos le ponían una venda en los ojos a Isaac. ¿Cómo entendería la situación Isaac absolutamente al margen, sin escuchar la voz de Dios, tan cerca de Dios pero a la vez tan lejano?



Mahler tiene la mirada de Isaac, busca a Dios y no lo encuentra, pero lo vuelve a buscar, está muy cerca pero no lo ve, solo ve a Dios en el desencajado y sudoroso rostro de su padre que le retira la mirada, nota como los dedos de su padre se clavan en su piel. Isaac no ve a Dios, pero lo vuelve a intentar una y otra vez, solo ha oído hablar de la alianza de Dios con su padre. Lo absoluto queda  como un eco, un rumor que Isaac se propone reconstruir y que siempre tiene que partir de cero, pero hay indicios, huellas de lo absoluto.

En Dar la muerte, Jacques Derrida comenta la escena del sacrificio de Isaac a partir de un texto de Kierkegaard. Derrida analiza la figura de Abraham, el patriarca vive en el secreto, que es su relación con lo absoluto, con la trascendencia, con Dios. Esta relación con lo sagrado que es el secreto tiene varias características. En primer lugar, el lazo de Abraham con Dios es incondicional, está ligado a él con una responsabilidad absoluta, ligazón que supera a la unión con su propia familia. En segundo lugar, este deber absoluto implica, entre otras cosas, un sacrificio, sacrificar lo que más ama, a Isaac. Y en tercer lugar, Dios, que está oculto, misterioso, ausente, separado, decide exigir a Abraham el sacrificio sin “revelar sus razones”, por tanto, el secreto de Abraham no responde a razones. Pero lo que más nos interesa, ¿cuál es el lenguaje del secreto? Cuando Abraham responde “Dios proveerá” responde sin responder a Isaac. Isaac no puede participar del secreto de Abraham, éste está totalmente incomunicado de los hombres, separado de los hombres por esta relación absoluta con lo absoluto. Abraham no puede dar testimonio de su secreto. “Dios proveerá”, no es ni verdadero ni falso porque su secreto no se basa en razones susceptibles de ser verdaderas o falsas. Dice Kierkegaard que esta es una respuesta irónica, en el sentido de decir algo sin decir nada. Pues bien, este es el lenguaje del secreto, esta es la mirada de Isaac: una ironía, una respuesta sin respuesta, un decir que no llega, que no entra en el secreto.

Con Bach, por la música, Isaac entraría en el secreto de Abraham y nos haría partícipes; con Wagner, Isaac haría de Isolda y vería en el secreto, y nosotros asistiríamos,  sin participar, a cómo Isaac entraría en el secreto; con Mahler, Isaac no entra en el secreto, solo lo intuye y trata de acercarse una y otra vez pero sin poder entrar.

¿Qué pasa con nosotros? ¿Participamos, estamos implicados en la búsqueda de lo absoluto, llegamos a tocarlo? Nosotros somos como Poncio Pilatos. Cuando, en el evangelio de Juan, Jesús le dice: “Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad. Precisamente para eso nací y para eso vine al mundo. Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz”. Entonces Pilatos le preguntó: “¿Y qué es la verdad?”. Para nosotros, descreídos, el secreto queda tan lejos que ni siquiera lo podemos ver.

Puede que Adorno no tenga razón al ver a Mahler tan alejado de la trascendencia; puede que Trías esté equivocado al ver a Mahler tan imbuido de trascendencia. Mahler ronda las puertas de lo absoluto como un tigre da vueltas en su celda.

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